La céntrica plaza de la Trinidad se encuentra unida con la de Ramón y Cajal por una vía de apenas cincuenta metros. Antes era conocida como calle De las Campanas, porque formaba esquina con el campanario de la desaparecida parroquia de Omnium Sanctorum, pero en el siglo XIX le cambiaron el rótulo. La renombraron como calle Tesoro, porque se decía que en una de sus casas se escondía una fabulosa fortuna. Y usted, haciendo gala de un sano escepticismo, se preguntará: ¿Cómo es posible que nuestros antepasados creyeran estos cuentos para niños? Pues lo hacían porque, aunque parezca insólito, tenían indicios para pensar que los rumores podrían ser ciertos.

Según recogen las crónicas periodísticas, el 30 de septiembre de 1914 ocurrió en nuestra ciudad un episodio sorprendente. A primera hora de la mañana, los hijos de Antonio Morales, uno de los arrieros que trabajaban en la construcción del muro de contención del Guadalquivir, hallaron una extraña vasija de barro entre los pedruscos que cargaban los asnos de su padre. En su interior había un llamativo cilindro metálico que no dudaron en destruir con una picota, y entonces, decenas de lo que ellos consideraron «latillas» doradas se desparramaron entre las piedras. Sin percatarse de lo que estaba ocurriendo, el arriero les instó a dejar sus juegos y ayudarle con su tarea, no sin que antes el mayor de los niños se guardara alguna pieza en el bolsillo.

Al atardecer, cuando la familia terminó de trabajar y regresó a su barrio, el hijo comenzó a enseñar a todos los vecinos del Campo de la Verdad las relucientes piezas que había encontrado. Los más avispados no tardaron en percatarse de que aquello eran más que simples «latillas»: ¡Se trataba de monedas de oro de época califal! Sin pensárselo dos veces, cientos de personas provistas de farolillos acudieron al río a rebuscar entre los pedruscos las valiosas piezas que aún debían hallarse por allí desperdigadas. Así estuvieron hasta altas horas de la madrugada, llevándose la mayoría alguna moneda de oro para casa. Cuando la Guardia Civil acudió al lugar de los hechos para restablecer el orden social ya no quedaba nada que rascar.

Al día siguiente, las piezas encontradas se hallaban desde muy temprano a la venta en los puestos de las Tendillas, donde cada moneda se podía adquirir por la nada despreciable cantidad de 3 pesetas -el equivalente a una jornada de trabajo en aquella época-. La noticia se cundió rápidamente, revistiéndose las calles del centro de Córdoba de una agitación inusual. Quizás fue este acontecimiento el que originó que durante el siglo XX se pusiera de moda buscar tesoros en nuestra ciudad, y la fantasía popular generara multitud de leyendas sobre botines escondidos por bandoleros que no pudieron recuperar, y tesorillos como el antes mencionado que los árabes ocultaron al comienzo de la Reconquista.

Además, en aquel tiempo se pensaba que este tipo de motines fabulosos solían estar custodiados por los espíritus de quienes los escondieron. Es más, autores como el suizo Paracelso afirmaban que todo buen buscador de tesoros tendría que estar atento a aquellos lugares donde la gente ve fantasmas, pues probablemente, las apariciones se estarían produciendo para ahuyentar a los transeúntes y mantenerlos alejados de sus preciadas riquezas. En la Edad Media proliferaron numerosos libros que supuestamente ayudaban a los aventureros a encontrar tesoros escondidos, entre los que destacaba el grimorio de San Cipriano. Era una recopilación de rituales y fórmulas mágicas que, de realizarse correctamente, permitirían a cualquiera revelar el paradero de fabulosos caudales ocultos en la península ibérica. Muchas personas pagaban auténticas fortunas por un ejemplar con la expectativa de hacerse ricos, pero según la tradición, acceder a poderes que no podían controlar les acababa acarreando un sinfín de desgracias.

Y es que la maldición es otro elemento inevitablemente unido a los tesoros. En 1922, el famoso arqueólogo Howard Carter encontró en una recámara a la entrada de la tumba de Tutankamón una frase escrita en egipcio antiguo, que decía «La muerte golpeará con su bieldo a quien ose profanar esta tumba». Huelga recordar la suerte que corrieron tanto él como su equipo. Finalmente, no me despediré sin añadir que quien busca un tesoro motivado únicamente por su valor material está perdiendo la oportunidad de hallar una riqueza aún mayor: el aprendizaje y las experiencias que se acumulan durante el proceso de búsqueda.

(*) El autor es escritor y director de ‘Rutas Misteriosas’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net