Hubo una vez en Fuente-Tójar, un pequeño pueblo de la Subbética cordobesa, una entrañable pareja de novios que se conocían desde niños. Tenían la sana costumbre de verse cada noche, aunque llegó un momento en el que la joven comenzó a faltar esporádicamente a su cita. Cuando el mancebo le preguntaba, ella le daba siempre la misma respuesta, que se había quedado dormida, y que había tenido un extraño sueño. Aseguraba que durante el mismo se reunía con unas desconocidas en su jardín, bebían un licor agridulce que esas mismas mujeres destilaban, y una vez ebrias, todas se dejaban llevar por el desenfreno. Lo que ella no entendía era por qué, después de dicha ensoñación, siempre despertaba en su cama muy cansada y aturdida, como si realmente hubiera ingerido el alcohol.

El relato perturbó tanto al joven que no dudó en consultar a los curanderos del pueblo. Y estos le apuntaron que su novia, probablemente, estaba embrujada. Es posible que estuviera siendo arrastrada contra su voluntad a participar en los aquelarres que cada plenilunio celebraban las brujas de la zona en un conocido barranco, situado a unos cuatro kilómetros al norte del actual término tojeño. Así que, la siguiente noche de luna llena, el joven montó su corcel, y cubriéndose con su amplia capa blanca, en la que brillaba una hermosa cruz roja bordada, galopó hasta el despeñadero.

Al llegar, se acercó con sigilo al precipicio, y pudo atisbar desde las alturas la silueta de una decena de mujeres danzando alrededor de su amada, que yacía en el suelo desnuda y sin sentido. El caballero descendió a toda prisa por la ladera, repleta de alcaparras, espartales, tomillos y mandrágoras. Al ver cómo se aproximaba blandiendo su acero, las féminas huyeron despavoridas, armando un espeluznante estrépito al levantar el vuelo. Las brujas no pararon de maldecir al intruso, mientras sobrevolaban el barranco y se dispersaban en el firmamento. A continuación, el joven cubrió el cuerpo de su amada con su impoluta capa, y clavando su espada en el suelo, comenzó a rezar a la cruz formada por los gavilanes de su empuñadura para deshacer el hechizo. Cuando la chica por fin despertó, el aguerrido caballero la cogió en sus brazos y la llevó de regreso a su hogar. Desde entonces, este precipicio es conocido como «El Barranco de la Bruja».

Como usted habrá intuido, este romance de frontera, recogido por el cronista local Fernando Leiva Briones en su trabajo Los templarios y Fuente-Tójar, entre el cuento y la realidad, narra una historia de amor entre un templario -se deduce por la capa blanca con la cruz roja- y una vecina del pueblo, que es raptada por un aquelarre de hechiceras. Como siempre, la Orden del Temple aparece en la memoria popular asociada a temas de brujería y ocultismo. Se ve que la campaña de difamación urdida en el siglo XIV por el monarca francés y el papa de Aviñón prolongó su efecto durante varios siglos.

Además de esta leyenda, el cronista tojeño destaca otros indicios que apuntan a la presencia, hacia la segunda mitad del siglo XIII, de estos monjes guerreros en la zona. Uno de ellos son las distintas cruces patadas trazadas en un libro de inventario de la parroquia de Nuestra Señora del Rosario redactado en 1790. Otro, la aparición de diferentes cruces templarias en los alrededores del pueblo. Y por último, el hallazgo a mediados del siglo pasado de un misterioso cáliz, grabado en una roca, al noroeste del antiguo asentamiento íbero-romano llamado Cerro de las Cabezas. Una clara alusión al mítico Santo Grial que, según la tradición, fue custodiado por el Temple antes de arribar a la Catedral de Valencia.

(*) El autor es escritor y director de Córdoba Misteriosa. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net