Uno de los testimonios más impactantes que he podido recoger en los últimos años fue el de un joven cordobés llamado Pedro, que trabajaba en un centro de cuidado de enfermos. Su inquietante historia comenzó hace ahora casi una década, con un accidente automovilístico. Aunque salió ileso, en aquel momento no podía imaginar lo que estaba a punto de ocurrirle.

Aproximadamente un año después, Pedro volvió a sufrir un siniestro, en el que tampoco padeció daños. Pero, recapacitando, reparó en un detalle al que hasta entonces no había prestado mayor atención: en ambas ocasiones, se daba la insólita circunstancia de que, unos siete días antes del choque, había visto una extraña figura mientras conducía. Parecía un hombre, de pelo blanco, y siempre se presentaba inmóvil en el margen de la carretera. Lo curioso es que, aunque sin duda se trataba de la misma persona, lo había visto en dos lugares muy distantes entre sí: la primera, en la entrada a Córdoba desde el Sur, en el arcén de la autovía A-45; la segunda, en el camino de acceso a una parcelación situada al Este de la ciudad. Y en ambas ocasiones, vestido de forma diferente.

Este dato hubiera quedado en pura anécdota de no ser porque, meses después, volvió a reconocer al mismo individuo mientras conducía de noche por una carretera secundaria. Esta vez, enfundado en una especie de mono de trabajo. Nuestro testigo pasó junto a él, sin retirar las manos del volante, y cuando miró por su espejo retrovisor derecho, se había esfumado. Exactamente a esa misma hora, pero justo una semana después, Pedro tuvo un nuevo golpe con el coche mientras salía de su centro de trabajo. A partir de este momento, el joven comenzó a sospechar que el atuendo con el que se presentaba ese extraño hombre de cabello canoso parecía tener alguna relación con la fatalidad que, de forma casi profética, ocurriría justo al cabo de una semana.

Pasó algún tiempo, casi dos años. Nuestro protagonista ya se había olvidado de aquel suceso recurrente. Pero una noche, mientras conducía su vehículo por una autovía, volvió a advertir algo extraño en el arcén. Una figura antropomórfica, una sombra. Estática, como ausente, indiferente al paso de los coches. Pedro miró un instante al frente para no perder el control del vehículo, y al desviar de nuevo su mirada al margen, ya no estaba. ¿Era él? Aunque no lo pudo reconocer claramente, sus dudas se despejaron siete días más tarde, cuando un nuevo accidente automovilístico volvía a poner en riesgo su vida. Como es natural, nuestro testigo comenzó a angustiarse, porque ya había ocurrido cuatro veces. Demasiada casualidad. La aparición de aquel sujeto siempre anunciaba una fatalidad, que se producía inexorablemente después de una semana. Y además, su ropa parecía dar pistas sobre las circunstancias en las que se iba a producir.

Al cabo de mucho tiempo lo volvió a ver. Este encuentro fue mucho más perturbador, porque aquel hombre iba vestido completamente de negro. Pedro se temió lo peor. Su cabeza se vio inundada por pensamientos realmente funestos. Los días pasaron lentamente. La semana parecía interminable y, al séptimo día, nuestro testigo fue a trabajar en bicicleta. No se atrevía a exponerse a un nuevo accidente automovilístico. Las horas se hicieron eternas. Se aproximaba el momento en el que se cumpliría justo la semana desde la última aparición.

Pedro volvía a casa pedaleando, atento a cualquier señal. A cualquier pista. Y su teléfono móvil sonó. Siguió sonando. Se detuvo a responder, y entonces recibió una triste noticia: acababa de fallecer uno de sus pacientes. Uno al que llevaba seis años tratando, con el que había entablado una gran amistad. El joven, aunque sintió profundamente la pérdida, en cierta manera respiró aliviado, pensando que podía haber salido infinitamente peor parado.

Desde entonces, el testigo asegura que no ha vuelto a encontrarse con el hombre del pelo blanco. Pedro compartió su experiencia con familiares y amigos, y fue su tía quien descubrió que su descripción se correspondía sorprendentemente con la de su marido, fallecido cuando él tenía solo 2 años. Un hombre que, según le explicó, nunca tuvo hijos, y por ello volcó todo su cariño en su sobrino Pedrito. Ahora, nuestro protagonista cree que lo que tantas veces se ha cruzado en su camino es el ánima bendita de su tío, que aún después de abandonar este mundo, continúa protegiéndole, y se aparece para ponerle alerta cuando algún peligro le acecha. ¿Y si aquel día Pedro hubiera ido a trabajar en coche, en lugar de montar en bicicleta?

(*) El autor es escritor y director de «Córdoba Misteriosa». Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net