Castillo es la imagen más bella de toda la ascensión del río Esperabán. Queda a la izquierda de la carretera, sin necesidad de desvío. Algunos tejados están caídos, se aprecian grietas, desconchones y montones de ladrillos, pero la forma circular del pueblo, muy agrupado y rodeado de montaña y de un hilo de agua, le da un aspecto deslumbrador. Es un buen ejemplo de cómo algo decrépito puede llegar a ser realmente bonito. Supongo que lo bonito es mirar, pero no quedarse mucho. La niebla lo envuelve.

El día es gris y, sin embargo, el pueblo desprende color. Es todo muy raro. Pero así son Las Hurdes, una continua contradicción. Imagino que en verano será diferente, que igual se escucha algún chiquillo jugar o el ruido de una partida de cartas. Pero hoy, 3 de enero de 2017, a las doce de la mañana, ni siquiera la lluvia hace ruido. Simplemente notas que la cara se va mojando.

No molesta, esta lluvia no molesta. Aquí no molesta nada. Tampoco la ascensión, muy suave, para que no tengas que pensar. Aunque es imposible no pensar. Cuando llegas a lugares así no te queda otra. Nadie te va a distraer, nadie te pedirá una foto, nadie estará tonteando con el móvil.

Nadie.

Cuando llueve y estás encima de la bici lo único que quieres es seguir hacia delante. Cuando ves una estampa así, por mucho que esté lloviendo, te paras.

- Que sí, que está lloviendo, pero que te pares, hombre.

Y paras. Y sabes que la fotografía que estás viendo no llega adonde tú estás llegando, que te decepcionará profundamente, que no podrá captar la esencia de esos tejados ni la atmósfera. Pero la haces, claro.

Hago fotos porque necesito guardar de alguna manera momentos. No se trata de hacer fotos a lugares bonitos, sino a aquellos que significaron algo diferente. Aquí, en Castillo, no está pasando absolutamente nada; esa es la grandeza de esta comarca. Que sin ocurrir nada te deja loco.

Y aparece Marcos, caminando por el arcén, paraguas abierto.

Marcos López, 58 años, jubilado por enfermedad. Esta vez no fluye la conversación. Hay continuos silencios y no acertamos a decir dos frases seguidas. Pero permanecemos estáticos, de pie, mirando al pueblo, mojándonos, porque Marcos, sin saber muy bien por qué, ha decidido cerrar el paraguas.

Su cara es extraña, y también su voz, como si le costara vocalizar. Me señala con el dedo algunos senderos que suele recorrer por las mañanas. Dudo si hacerle la foto porque no sé si tiene alguna enfermedad, o un pequeño retraso, no sé. Entonces me acuerdo de aquel vecino de Horcajo que me dijo que en Las Hurdes hubo mucha endogamia debido al aislamiento y que eso originó múltiples malformaciones en la gente.

-Para ir de fiesta hay que ir a Pinofranqueado, pero yo nunca he salido de aquí -me interrumpe Marcos.

Pues sí. Su cara no representa el canon de la belleza, ¿y qué? Sería injusto no hacerle la foto. Me acerco mucho a él y ni se inmuta. Tardo en enfocar. No parpadea. Fin del carrete.

Cuando nos despedimos vuelve a abrir su paraguas; nos separamos y con la lluvia, olvido pedirle la dirección para mandársela.

Ahora necesito un lugar resguardado para meter un nuevo carrete. Tengo suerte. Castillo es la única alquería de este puerto que tiene bar. Que en 15 kilómetros solo haya un bar es muy sintomático. Un bar para cuatro pueblos. Triste augurio.

Bar Las Pizarras.

Entro porque además del carrete gastado tengo frío. No hay nadie. Solo el dueño, Hipólito, que apoyado en la barra ve la tele.

Me caliento en la chimenea, mientras suena el típico programa de mañana donde se debaten cosas que aquí parecen de otra galaxia. Hipólito me hierve la leche del té y añade unas galletas al plato. Cambio el carrete de la cámara y le hago una foto, sabiendo que la primera casi nunca sale. Sin embargo, no la repito. Ni siquiera quito mis cosas de la barra. Estoy tacaño hoy.

-Ahora no viene nadie al bar -me dice-. Todos quieren estar con la familia y hace mucho frío.

Me paro a pensar que tiene razón, que son días para estar con la familia, e imagino todas esas casas llenas de gente, llenas de braseros y regalos, y me cuestiono qué estará pensando Hipólito, si dirá: ¿qué hará este pobre muchacho solo en Las Hurdes, con este día de mierda, paseando en bicicleta, haciendo fotos a desconocidos, tan lejos de su casa?

- ¿Y la gente del pueblo tampoco viene? -le pregunto, aún sabiendo lo que me va a contestar.

-Vienen al café o a la cerveza, y poco más. Somos menos de 60. Aquí no queda nada.

Le digo que esto tiene encanto. Me cuenta que sí, que en verano es otra cosa, que las piscinas naturales del río Esperabán atraen a bastante gente, que abre la terraza del bar, que hay una fila de coches en la entrada del pueblo, que oye a los críos chapotear, que sí, que todo eso es estupendo, pero que estamos en enero, que aún queda medio año para julio, y que mire, que mire a mi alrededor, qué hago yo aquí, qué quieres que haga en una mañana así, cómo no se me van a hacer largas, si lo único que tengo es un simple televisor. ¿Dónde está el encanto?

- Pues lo tiene, Hipólito, lo tiene.