Ahora que mi querido Javier Sierra acaba de convertirse en el flamante Premio Planeta por su nueva novela sobre la búsqueda del Santo Grial, me parece un buen momento para escrutar la conexión existente entre nuestra ciudad y la reliquia más preciada de la Cristiandad. El grial es una copa con forma semiesférica y un diámetro de nueve centímetros que, según la tradición piadosa, fue introducida en nuestro país por San Lorenzo en el siglo III. La reliquia fue custodiada en diferentes ermitas y monasterios de la provincia de Huesca hasta que en 1399, el rey aragonés Martín el Humano la trasladara a su palacio de Barcelona. Finalmente, el monarca Alfonso V el Magnánimo optaría por trasladarla a la catedral de Valencia en 1437, donde continúa en la actualidad.

Como señalo en mi último libro Templarios, en el que relato a fondo las expediciones secretas puestas en marcha por distintos colectivos con el fin de hacerse con la valiosa reliquia -recordemos que la sección más esotérica del nazismo alemán siguió sus huellas por España en 1940-, la única investigación científica que se ha autorizado hasta la fecha la llevó a cabo Antonio Beltrán en 1960. Aunque la pieza completa mide diecisiete centímetros de altura, el arqueólogo oscense llegó a la conclusión de que el verdadero cáliz es sólo la parte superior, una copa de ágata finamente pulida de siete centímetros, fabricada en un taller oriental entre los años 100 y 50 a.C. Dicho estudio también confirmó que el cuerpo central, las asas y las piedras preciosas, fueron añadidas hacia el siglo XIV.

Y lo que más nos interesa en este artículo: descubrió que el pedestal de la copa fue fabricado en un taller cordobés hacia el siglo X. Esto lo dedujo a partir de un extraño texto que encontró grabado a buril sobre la piedra, con un tipo de escritura de origen árabe muy primitivo. El propio Beltrán interpretó que esta inscripción debía leerse como Lilzahira -traducido «la más resplandeciente»-, haciendo clara alusión a Medina Alzahira, la ciudad palatina construida por Almanzor en 987. Según el arqueólogo, la inscripción se realizó para mostrar la pertenencia de dicha pieza a la vajilla del palacio, y no fue borrada cuando se recicló para convertirse en la base de la estructura de la Santa Copa.

En su última entrevista antes de morir, concedida al periodista Fran Contreras, Antonio Beltrán se mostraba contundente: «No puedo afirmar que éste sea el cáliz de la cena pascual. Lo que sí puedo asegurar, como arqueólogo, es que no hay ningún argumento en contra de que esta copa pudiera haber sido utilizada durante la Última Cena».

(*) El autor es escritor y director de ‘Córdoba Misteriosa’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net