En enero de 1910 Azaña cumple los 30 años y entra de lleno en su «etapa de gestación» (según la teoría de las Generaciones de Ortega) y, en realidad, comienza su vida pública, porque ese año y el siguiente es cuando da a conocer su primera filosofía política. Es verdad que lleva ya unos años de gran actividad intelectual, acaso por olvidar la tragedia personal que ha vivido. Sus padres mueren los dos cuando él apenas ha cumplido los 10 años y eso, y el irse a vivir con una tía suya, le marcará para toda su vida. A pesar de eso, y sin perder nunca el recuerdo de su madre, supo resistir y aparentar que aceptaba los designios de Dios. Primero durante el estudio de Bachillerato, que realiza en el Instituto Cisneros de Madrid. Después, en el Real Colegio Universitario María Cristina de El Escorial (con exámenes en la Universidad de Zaragoza). También ha superado ya su etapa de pasante de abogado en un importante despacho en el que se encuentra como compañero a Niceto Alcalá Zamora y ha aprobado, «Sobresaliente cum Laude», su tesis doctoral sobre La responsabilidad de las multitudes (entre otras cosas había dejado escrito que: «Establecía que cuando actúa en multitud, el individuo es responsable de sus actos y reconocía que cuando las multitudes alzan la voz amenazando con perturbar el orden es para reclamar algo que casi siempre se les debe en justicia»)... y había hecho sus primeros pinitos literarios, casi todos con seudónimo.

Tal vez porque ya habían aflorado a él las cuatro cosas que marcarían su vida: la antipatía natural, su huraño espíritu (era el inicio del resentido que sería más tarde, según Marañón), el anticlericalismo (según algunos por sus disgustos y enfrentamientos con los frailes de El Escorial, lo que andando los años inspiró su mejor novela: El jardín de los frailes) y sus simpatías por las ideas socialistas-marxistas que ya se estaban apoderando de Europa. No, no había perdido el tiempo.

Pero a primeros de 1910 descubre el Ateneo de Madrid, que sería a partir de ese momento su nueva casa y le serviría de plataforma política en su triunfal carrera hacia la presidencia de la República. Al año siguiente ya era secretario y mandamás por enfermedad del presidente, Rafael María de Labra, y su gran preocupación es organizar y modernizar la gran biblioteca de la Gran Casa de la Cultura Española. Azaña lee a todas horas y polemiza con todo el mundo, principalmente con los hombres del 98, a los que combate, a pesar de su admiración, por su pesimismo, consecuencia del desastre del 98.

Es entonces cuando pronuncia en la Casa del Pueblo (4 de febrero de 1911) de Alcalá de Henares, su pueblo natal, la primera conferencia seria y política y cuando los partidos comienzan a verle como un posible diputado. Quizás también porque, desde aquel día, demostró también que era un gran orador. En el curso de la conferencia dice cosas graves sobre la situación de España. Santos Juliá dice en un momento de su obra Mi vida y tiempo de Manuel Azaña estas cosas: «Azaña también piensa en España, el problema español, los orígenes de su decadencia, los caminos para su retorno a la corriente general de la civilización europea. Su originalidad consiste en repensar el secular problema en un permanente debate con la generación del 98 y con la imagen que de España se había construido en el exterior desde que los viajeros ilustrados dejaron testimonio de sus vivencias en suelo español. Para lo primero, remontó en su búsqueda histórica más allá del siglo de oro y apuntó dos de las intuiciones geniales en lo que podría haber sido una gran obra de historiador: que la nación es una invención moderna y que las raíces de la modernidad española no había que buscarlas en el siglo de los Austrias sino en el reinado de Alfonso Onceno, cuando se forja la lengua. Con esto se sitúa ya en un terreno que le permite reivindicar una larga tradición de la que él se considera heredero y parte, y alejarse del ‘nacionalismo de tizona y herreruelo’ propio de quienes sueñan el siglo de los Austria como el cenit de la grandeza de España. Lejos de ahí, Azaña piensa a los Austria como una distorsión de la historia, al triunfar, aliados a la nobleza, sobre los burgueses y el pueblo de las Comunidades. Y de ahí su tercera genial intuición, sobre la que ha llamado la atención Joseph Pérez, pero que ahora se comprende mejor: la que le permite ver en la rebelión de los comuneros la primera revolución moderna y, en su derrota, el triunfo de la Monarquía católica e imperial, origen de la inexorable y larga decadencia española».

En 1911 se va por primera vez a París (como ya reflejé en el anterior capítulo) y es a la vuelta cuando tiene los primeros contactos con Ortega y Gasset y otros jóvenes del Ateneo. Y a mediados de octubre de 1913 respalda con su firma, la primera, un llamado Prospecto de la Liga de Educación Política de España, en la que pedía «la organización de una minoría encargada de la educación política de las masas, vincular la suerte de España al avance del liberalismo y el proyecto de nacionalización y agruparse con el propósito de ejercer algún tipo de actuación política que abriera, (con la Monarquía todavía) las puertas a la Democracia.

Naturalmente aquello supuso un apoyo explícito al Partido Reformista, que había fundado Melquiades Álvarez, al que Azaña y otros se afilian enseguida. Azaña se hizo muy amigo y admirador de Melquiades Álvarez (de ahí su tragedia personal cuando supo que ‘Don Melquiades’ había sido asesinado por los rojos en la cárcel Modelo, el año 36). Ya como afiliado al Reformismo pronunció su primer discurso en el que reivindicó una vez más «la Democracia Parlamentaria, la necesidad de un Estado laico y soberano, atento a la justicia social y a la cultura, y a la imperiosa necesidad de acabar con el caciquismo, sin embargo, deshecho la posibilidad de que nuestro Partido pueda cometer tal empresa con la ayuda de socialistas, republicanos o liberales».

El Estado era para él su «otro yo», por encima del individuo y de las masas. «Señor Ministro de la Gobernación no olvide que la vida de la República vale más que la de cualquier ciudadano», le diría a Miguel Maura cuando quiso reprimir con la Guardia Civil a los que quemaban las iglesias y los conventos.