fueron 732 kilómetros, 52 horas, 20 minutos y 48 segundos encima de la bicicleta, 16.794 metros de desnivel acumulado, cinco veces cruzada la frontera entre Suiza e Italia, siempre por encima de los dos mil metros. Así vivimos, en continua subida y bajada.

Montespluga, el último gran ascenso.

Montespluga es una localidad italiana con tres calles que en invierno queda aislada de Italia y de Suiza. Antes de que construyeran el túnel de San Bernardino era un paso importante, pero hoy solo ha quedado para que un puñado de ciclistas se vuelvan locos en sus curvas de herradura, retorcidas como pocas en los Alpes, y en sus túneles sin iluminar. Son 30 kilómetros de subida desde Chiavenna.

Ante semejante reto, uno nunca piensa en el final. Vas pasando pueblos y llegar a cada uno es una celebración; levantamos las manos, eufóricos, al cruzar cada cartel: San Giacomo, Gallivaggio, Campodolcino, Pianazzo...

Como sabemos que es el último día, no tenemos prisa por llegar arriba, ni queremos. Así, en Stuetta, nos paramos a contemplar cómo una mujer tiende unas sábanas de colores. No le hablo, solo miro la delicadeza con la que coge las pinzas, con la que cuelga cada prenda. Tiende como si tuviera todo el tiempo del mundo, porque supongo que lo tendrá, allí, a casi dos mil metros de altura, sin nada ni nadie que la moleste, sin ninguna preocupación, salvo que el sol siga luciendo para secar sus jerseys.

Me hubiera quedado con ella, pero tenemos hambre y debemos encarar el momento más delicado: dónde hacer la última comida del viaje. Al kilómetro aparece el lago Montespluga y ahí montamos el picnic, sin camiseta, con nieve en frente y un baño para cerrar diez días que empezaron con un diluvio y acabaron echando la siesta al sol, donde casi nadie llega.

Un pescador se coloca a nuestro lado.

Picnic en el lago de Montespluga, muy cerca de la frontera con Suiza. Foto: JOSÉ JUAN LUQUE