Hubo un tiempo, hace 27 años, en que armenios y azerís se mataban por conquistar esta montaña, una elevación no demasiado alta de tierra rodeada de llanos interminables para casi todos lados. Unos y otros, entre el fervor y el fuego de la guerra, la conquistaban, la defendían y, luego, la perdían.

Todos, por supuesto, la querían para sí: Mengelenata, coronada por una pequeña iglesia armenia en ruinas, tenía visión directa a 15 pueblos, algunos, habitados por armenios; otros, por azerís. Después de tres años de batalla -los combates terminarían en 1994 con un alto el fuego que aún persiste-, el Ejército de Armenia se quedaría con la montaña y todo el Alto Karabaj, una zona internacionalmente reconocida como Azerbaiyán. Su guerra entraba en el congelador de la historia.

Ahora, Mengelenata y sus alrededores son un desierto de maleza amarilla quemada por el sol y agitada por un viento incesante. La iglesia, que está en su cima y sirvió de cobijo para los soldados, quedó inutilizada. En el interior, cerca de lo que fue alguna vez el altar, hay velitas medio derretidas y varios iconos.

Fuera, a pocos metros, empieza el descenso al valle. Antes de la bajada aparecen las siluetas de unas trincheras que han quedado difuminadas por el tiempo. Por el suelo, casquetes, cartuchos derretidos, restos de morteros y paquetes de munición esparcidos hasta que, un poco más adelante, aparece un hilo rojo. Acompañándolo, cada cinco metros en línea recta, hay decenas de señales con calaveras. Zona prohibida: la guerra, en Mengelenata -y en muchos otros rincones del Alto Karabaj-, no ha terminado sino que está enterrada bajo tierra y al acecho. Lista para atrapar a cualquier despistado que se pierda en su camino. El campo está plagado de minas.

Armas prohibidas

El año 1997 lo cambió todo. Ese año unos señores de traje en Ottawa, Canadá, después de muchas negociaciones, escribieron un texto en el que, bajo la ley internacional, el uso, producción, almacenamiento y venta de minas antipersona quedaba prohibido. La mayoría de países de todo el mundo, en los meses siguientes, firmaron lo que se bautizó como el Tratado de Ottawa: gracias al texto, la cifra de afectados por explosiones de minas pasaría de una media anual de 20.000 a 6.000. Pero 20 años después las minas siguen explotando. Algunos países y grupos armados siguen plantándolas: cada año, por estas armas, mueren unas 2.000 personas.

El Tratado de Ottawa, en la actualidad, ha sido ratificado por 164 estados; o, lo que es lo mismo, no lo ha sido por 33. No son muchos. Son, seguramente, demasiados: Estados Unidos, China, Rusia, Israel, las dos Coreas, Siria, Arabia Saudí, Irán y otros. Y, entre estos otros, Azerbaiyán y Armenia. A la guerra del Alto Karabaj, ocurrida entre 1988 y 1994, el tratado nunca llegó: azerís y armenios siguen plantándose minas entre sí.

Solo en la región, desde el final de los combates, 80 personas han muerto en explosiones de estas armas. «Empezamos en el 2000 y, desde entonces, hemos desactivado 11.600 minas y 12.000 piezas de munición explosiva. Hemos cubierto el 75% del territorio», explica Amasia Zarganyán, coordinador el programa de desminado en la región.

Pero el frente, donde Zarganyán no tiene acceso, sigue repleto de minas y soldados. El fantasma de la guerra sigue vivo. «Puede ser que los combates vuelvan y que el trabajo que hacemos acabe por no servir de nada. Son cosas que pasan. Es lo que hay», dice Seber, un joven armenio del Karabaj cuyo trabajo consiste en deshacer lo que la guerra hace: desarma minas. El trabajo parece infinito: excavar, por debajo del suelo; escampar la tierra y pasar, sobre los trozos mayores, el detector de metales; cubrir el hueco anterior; avanzar unos centímetros más; quitar grava; pasar el detector; continuar. El progreso es lento: en Mengelenata aún hay cientos de metros sin limpiar de explosivos. La labor es metódica y, en la montaña, durante la jornada laboral, pesa un silencio mortal.

Pero hay días, a menudo, en los que alguno de los desarmadores de minas pega un grito: ha encontrado una. Todos se paran y, entonces, el aire coge un espesor expectante. El coordinador de la misión, quien está al mando, llama a la central. Ellos cortan las carreteras y dan el aviso a los pueblos cercanos. Al caer la tarde, el responsable la explota en el mismo lugar: justo donde, hace 27 años, fue enterrada por armenios o azerís para matar o mutilar al otro. Con esta habrán fallado, pero con otras sí lo consiguieron.

50 millones almacenadas

Algunas más, en el futuro, también lo harán. India, Pakistán, Myanmar y Corea del Sur siguen fabricándolas. Los gobiernos de Myanmar y Siria, en los últimos años, las han estado plantando -unos, contra los rohingyas; otros, contra los rebeldes sirios-. En el mundo, además, hay 50 millones de minas almacenadas. Rusia guarda 26,5 millones; Pakistán, 6; China, 5; India, 4,5 y Estados Unidos, 3. Ninguno de estos países, por supuesto, ha firmado el Tratado de Ottawa.

«El uso de minas antipersona por parte de estados es muy raro, aún si no forman parte del tratado. Usar minas en la actualidad está muy mal visto y estigmatizado», dice Wen Zhou, asesora legal del Comité Internacional de la Cruz Roja. El problema, ahora, no son los gobiernos: son los grupos armados a los que, en muchos casos, no les importa en absoluto su reputación internacional.

Ellos son los que matan más gente con las minas: el Estado Islámico en Siria, Irak, Libia y Afganistán; los talibanes afganos; los hutís en Yemen; Boko Haram en Nigeria, y los rebeldes de Donetsk y Lugansk en Ucrania.

Fabricar y usar una mina es algo tan fácil y barato -consiste, solo, en conectar con cableado una placa a presión con una caja metálica llena de pólvora y metralla- que la proliferación de estos grupos ha incrementado el número de muertes en los últimos años. Y el 80% de los muertos por minas, siempre -absolutamente siempre-, son civiles.

El precio del trigo

En el 2004, llegó el ‘efecto Chicago’, el capitalismo especulativo y los mercados de valores. Señores trajeados de esa ciudad, donde se apuesta sobre el precio de los productos agrícolas en todo el mundo, decidieron que el trigo debía ser algo más caro. En pocas semanas, su valor subió: un kilo pasó de costar tres dólares a cuatro.

Hay quienes piensan que el capitalismo mata. Durante unas semanas del 2004 lo hizo: ante la oportunidad de negocio, muchos habitantes del Karabaj se lanzaron a terrenos en los que nadie, hasta ahora, había cultivado nada. No lo sabían: estaban repletos de minas. Durante ese año, 26 personas murieron y otras 17 resultaron heridas.

Después de aquello, todas las regiones minadas, en el Alto Karabaj, han sido delimitadas. Los únicos que entran son los desminadores. «Tengo tres niños. Son muy pequeños aún, pero saben cuál es mi trabajo -explica Sirun, de 47 años (en la foto que encabeza este reportaje)-. Y dicen que están muy orgullosos de tener una madre así», cuenta sonriendo. Ella también lo está.

Tiene todo el derecho. Vivir rodeado de minas, aunque la guerra ya se haya marchado, condena a una existencia en un suspense constante. Un error, un simple paso en falso, puede ser fatal. «Las minas antipersona siguen siendo dañinas hasta décadas después del fin del conflicto armado. Y afectan, además, al desarrollo económico, porque hay decenas de kilómetros de terreno que quedan completamente inutilizados», dice Héctor Guerra, director de la campaña internacional para la prohibición de estas armas (ICBL-CMC), Premio Nobel de la Paz en 1997.

La zona más minada

Hay muchos países a los que les pesa la misma losa: Bosnia, Croacia, Serbia y Kosovo -por las guerras de los Balcanes-, Colombia, Ecuador y Perú -en la lucha de guerrillas-, Palestina e Israel, la República Democrática del Congo, Sudán y Somalia -por sus conflictos internos interminables-, Camboya, Laos y Vietnam -durante la guerra fría y sus dictaduras posteriores- y una lista que sigue, casi, hasta no acabar nunca. La zona desmilitarizada entre la Corea del Norte y la del Sur es, se cree, la región con el dudoso honor de ser la más minada del planeta.

«Empecé a trabajar en esto porque creo que es muy importante. Ayuda a la comunidad y hace que la región deje la guerra atrás y sea más segura. Pero también lo hice por el dinero, claro. Esta región es muy pobre», explica Sirun, pelo largo y castaño claro cubierto con un pañuelo blanco, piel de color anaranjado, camisa y pantalones azules tapados por el chaleco anti-minas y los dedos llenos de tierra.

Cuando habla, su voz y ojos muestran una serenidad que tranquiliza: ella es la médico de la expedición a Mengelenata. «El trabajo es muy pesado y físico. Son jornadas de seis horas, cinco días a la semana. Entre semana no puedo ver a mi familia. Se hace duro», explica.

Sirun, entonces, dice que no: que nunca, en todo el año y medio que lleva trabajando aquí, ha desenterrado una mina. Y dice, además, que no sabe: que desconoce si le gustaría un día encontrarse con una de verdad; enfrentarse cara a cara con el enemigo en la sola intimidad de la montaña. Si pasase, querida mina, no sería nada personal. O puede que sí.