Y con este artículo termino la mini-serie que he dedicado a Don Manuel Azaña, «el hombre de la República». Ya sé que se quedan muchas cosas importantes de su vida y de su obra en el tintero, pero más o menos las páginas publicadas han podido ilustrar a las nuevas generaciones quién fue Manuel Azaña.

Azaña formó parte -como ya se ha dicho- del primer Gobierno de la Segunda República como ministro de la Guerra, después sería jefe del Gobierno y por último presidente de la República. O sea, que desde el 14 de abril de 1931 hasta el 5 de febrero de 1939 vivió intensamente los avatares de la República y de la Guerra Civil. Curiosamente, durante esos años vivió momentos difíciles y comprometidos. Tuvo que hacer frente al golpe militar del general Sanjurjo, a la matanza de Casas-Viejas y al alzamiento militar de 1936 que sería el principio del fin de su vida política. Porque, siendo como era, un hombre tímido, según sus amigos, incluso cobarde, pacífico, no pudo evitar los casi tres años de enfrentamiento a muerte de las dos Españas.

Ya la matanza de la cárcel Modelo de Madrid del mes de agosto, en la que pereció fusilado su primer jefe político y amigo, Melquiades Álvarez, le afectaron de tal modo que se planteó dimitir, hundido moralmente. Otro momento hubo también que quiso abandonar el barco. Fue a finales de marzo de 1938 cuando no pudo cargarse a Negrín, como jefe del Gobierno, y de nuevo quiso dimitir. «Usted no puede dimitir -le dijo Indalecio Prieto al verle tan hundido- usted personifica la República que respetan los países no aliados de Franco».

Algunas frases

Pero, por razones de espacio, quiero quedarme con algunas frases que pronunció entre abril de 1931 y febrero de 1939. Son estas: «Los españoles están habituados a que se les pegue o a que se les corrompa desde el poder. Yo no pego trancazos ni corrompo a nadie. Tengo la pretensión de gobernar con razones, mis manos están llenas de razones, fundadas en mi propio derecho, en mi propia historia política. No somos ni verdugos ni títeres, no estamos a merced de una obcecación de la cólera ni a merced de la cólera de los demás. Gobernamos con razones y con leyes. El que se salga de la ley ha perdido la razón y no tengo que darle ninguna».

«Te aseguro, amigo Osorio, que antes de aceptar la independencia de Cataluña que quieren Companys y los suyos prefiero entregársela a Franco. Con él seguro que podríamos llegar a la postre a un acuerdo. La unidad de España es sagrada».

Sin embargo el discurso más importante de su vida política fue el que pronunció el 18 de julio de 1938, con motivo del segundo aniversario del inicio de la Guerra Civil. Hay que tener en cuenta que en esos momentos Azaña era ya un hombre vencido y desmoralizado (lo que según Marañón suele sucederle a los resentidos cuando la vida no les da lo que ellos deseaban).

Emotivo discurso

Por su interés recojo algunos párrafos de ese emotivo discurso: «Señores diputados presentes:Cada vez que los gobiernos de la República han estimado conveniente que me dirija a la opinión general del país, lo he hecho desde un punto de vista intemporal, dejando a un lado las preocupaciones más urgentes y cotidianas, que no me incumben especialmente, para discurrir sobre los datos capitales de nuestros problemas, confrontados con los intereses permanentes de la nación.

A pesar de todo lo que se hace para destruirla, España subsiste. En mi propósito, y para fines mucho más importantes, España no está dividida en dos zonas delimitadas por la línea de fuego; donde haya un español o un puñado de españoles que se angustian pensando en la salvación del país, ahí hay un ánimo y una voluntad que entran en cuenta. Hablo para todos, incluso para los que no quieren oír lo que se les dice, incluso para los que, por distintos motivos contrapuestos, acá o allá, lo aborrecen. Es un deber estricto hacerlo así, un deber que no me es privativo, ciertamente, pero que domina y subyuga todos mis pensamientos. Añado que no me cuesta ningún esfuerzo cumplirlo; todo lo contrario. Al cabo de dos años, en que todos mis pensamientos políticos, como los vuestros; en que todos mis sentimientos de republicano, como los vuestros, y en que mis ilusiones de patriota, también como las vuestras, se han visto pisoteados y destrozados por una obra atroz, no voy a convertirme en lo que nunca he sido: en un banderizo obtuso, fanático y cerril…

Este fenómeno profundo, que se da en todas las guerras, me impide a mí hablar de España en el orden político y en el orden moral, porque es un profundo misterio, en este país de las sorpresas y de las reacciones inesperadas, lo que podrá resultar el día de mañana en que los españoles, en paz, se pongan a considerar lo que han hecho durante la guerra. Yo creo que si de esta acumulación de males ha de salir el mayor bien posible, será con ese espíritu, y desventurado el que no lo entienda así. No tengo el optimismo de un pangloss ni voy a aplicar a este drama español la simplísima doctrina del adagio, de que «no hay mal que por bien no venga». No es verdad, no es verdad.

Pero es obligación moral, sobre todos los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, de sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que le hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón».