Era un día apestoso, pero tenía claro que incluso lloviendo iba a subir.

Habíamos llegado al camping de Santa Maria Val Mustair demasiado pronto porque cuando llueve lo único que hacemos es kilómetros, sin apenas paradas. Duchados, instalados, comidos, con una pequeña barbacoa, secos, la tarde invitaba a descansar en el porche con un libro, contemplando las luces del pueblo, resguardados del frío y el agua.

Tres meses antes, en mi habitación, con Google Maps en la pantalla del portátil y una vista amplísima de los Alpes, me había fijado en ese nombre: Passo del Stelvio. Y ese fue el motivo de que, entre la inmensidad de la mayor cadena montañosa de Europa, eligiera esta ruta.

No me bastaba con subirlo una sola vez. Había dos caras, la italiana y la suiza: Umbrailpass. Cuando salí del pueblo caían unas gotas. Nadie me acompañaba.

Me sorprendió la facilidad y la rapidez con la que sorteaba las primeras curvas de herradura, tan ligero por la escasez de equipaje; solo había dejado puesta una alforja, para meter la cámara de fotos y algo de comida.

¿Aguantaré tan a gusto los trece kilómetros de subida? Seguía yendo a más. Me dije que a la vuelta gastaría un carrete con cada detalle, aunque me quedara congelado. Estaba dispuesto a sufrir una hipotermia con tal de retratar a esta montaña.

A 2.500 metros de altura no sentía más que placer.

El Stelvio sobrepasa lo imaginable por su grandiosidad y hoy por la ausencia de personas. Te ves ahí solo, tan ridículo, y da hasta miedo. Avanzas completamente desprotegido, pero sintiéndote muy afortunado.

Me paro justo en la frontera entre Suiza e Italia. Miro en el mapa del móvil mi posición y hago una captura de pantalla. Me encantan los puntos fronterizos. Hay un restaurante, un hotel cerrado, dos banderas, una de cada país, y unas nubes tétricas que se van comiendo algunos picos. A lo lejos sobresale una casa; debe ser el Passo del Stelvio.

No tenía pensado llegar hoy hasta allí, pero me resulta inevitable. Hay algo que siempre me hace ir más allá de lo normal. Y el problema es que si no sigo, corro el riesgo de que me sepa a poco. «Son tres kilómetros más, duros, pero fáciles para ti», me dice el primer ciclista al que me encuentro. En la parte de Italia ya hay más ambiente y los carteles anuncian las curvas que quedan para la cima. «6 tornante».

Cuando tengo el final tan cerca me suele dar un poco de impaciencia. Cuesta y a la vez no. Es raro. Tengo ganas de llegar, pero sé que entonces lo especial se acabará. Y lo especial finaliza a 2.758 metros de altura. Arriba, la montaña está pelada y con restos de nieve, pese a que estamos en julio. Aparece la niebla. Saco de la alforja pan y unas onzas de chocolate negro que devoro, sentado en el suelo junto al cartel que marca la altura, ajeno a toda la gente que circula por los puestos de ciclismo allí instalados.

Deshago el camino. El valle hacia Bormio es si cabe más bonito que el suizo. Llueve y hace frío, pero me lo he prometido: Durante el descenso saco 32 veces la cámara de fotos.

Al día siguiente amanece con sol. Vuelvo a subir el Stelvio, esta vez por la otra cara, desde Prato, ya con Pepe y mucha más gente. Todos nos adelantan, con sus bicis escuálidas. Salvo Miep y Jean, dos holandeses de 65 y 71 años que van como nosotros, cargados de alforjas y radiantes de alegría, boquiabiertos con cada curva de esta mole de piedras y praderas.

Estoy tan impactado por el paisaje que al llegar a la cima abro la cámara de fotos sin rebobinar el carrete. Lo cierro rápidamente y el estropicio es mínimo, pero me da mucho coraje que justo los tres retratos que les hice a ellos quedaran prácticamente velados. Solo se salvó el trasero de una vaca, parte del equipaje y la cara de ella. Los tomaré de ejemplo: Personas para las que parece que la vida nunca se va a acabar.