Al girar a la izquierda en Nuñomoral la carretera se estrecha y empieza a ascender por el río Malvellido. Vamos charlando plácidamente porque la pendiente es suave. El paisaje se parece al de esta mañana, cuando subía por el río Esperabán, pero el valle no es tan amplio, parece algo más acogedor, más apacible, o quizá es simplemente que ahora no está lloviendo.

Ya hay ese aire de final. Y cuando llega el final y estás tan cómodo, no pedaleas hacia delante, zigzagueas, te abres, te paras, quieres ralentizar todo.

Martilandrán es la penúltima alquería de Las Hurdes. Alargado, cae por la ladera. Sorprende mucho su ubicación. ¿Quién pudo asentarse ahí? ¿A qué mente se le ocurrió vivir continuamente en un alambre? Pues al señor Martín Andrán. Hace siglos era común que quien fundaba el pueblo le pusiera su propio nombre. Y así ocurrió aquí.

Pertenecer a Las Hurdes ya lleva implícito cierto aislamiento. En Martilandrán es aún más acuciante, y más con esta boina gris de nubes que lo envuelve. Aún así la gente sale. Como lo hacen Ángel y su sobrina Andrea, de once años.

El encuentro.

No sé bien cómo empezó. Me había parado a hacer una foto de la parte baja del pueblo, cuando escucho cómo unos metros más arriba le dicen a Pepe que viene una cuesta muy bestia.

- Andrea, ¿quieres que subamos con ellos?

Andrea sonríe, asiente súper feliz y se monta en el carro que le ha hecho su tío Ángel, que lo ata a su bici. Se lo construyó para que ambos fueran por la carretera recogiendo las latas que la gente tiraba en los arcenes, entre Martilandrán y El Gasco. Son tres kilómetros. Nos acompaña un perro al que Andrea le ha puesto de nombre Cacarea.

Andrea vive en Plasencia, pero sus padres se separaron y ahora pasa algunos días en Martilandrán, donde vive su padre.

- ¿Y te gusta venir aquí?

- ¡Sí, mucho! ¡Pero hace frío!

Andrea presume de saber cuál es la casa que separa Martilandrán de La Fragosa, un sanatorio al que a veces va Ángel a cantar para aliviar a los residentes.

Andrea presume de haber leído en el colegio un poema de su tío, y Ángel nos obliga a parar en el mirador de El Volcán para recitárnoslo. Dice que hace millones de años ahí abajo cayó un meteorito. El momento es sublime, ese hombre calvo, espigado, con su mono azul y su voz hurdana sonando entre meandros, en medio de este bosque de encinas y madroños, líquenes y musgos. Es difícil de explicar.

Andrea se enorgullece de haber representado a la actriz principal de una obra de teatro en su colegio, aunque no le gustara el nombre de su personaje, Ramona, y menos aún que su profesora le dijera que le sentaba bien.

Andrea está contenta porque mañana vienen sus primos.

- ¡Nos vamos a juntar una tripulación y vamos a subir otra vez al mirador! -exclama emocionada.

Es una gozada ver cómo la niña es tan feliz con cosas tan sencillas.

Ángel saca un gorro de lana y tapa su calva, que usa para bromear continuamente. Habla de poetas que se inspiraron en Las Hurdes, del origen de muchas palabras de la comarca o de cómo la hache se pronuncia jota. Rompe cualquier estereotipo. Es muy culto y su cabeza encierra cantidad de historias.

- Un hombre de Martilandrán fue a la guerra y allí aprendió a leer. Cuando volvió, se quedó un día leyendo el periódico; la gente del pueblo pensó que estaba loco.

Ángel, como la mayoría de hurdanos, tiene un aspecto extraño, que te despierta muchos interrogantes. Vive en Madrid, con su novia, trabaja en Toledo cuidando a personas mayores y cuando acumula días se viene a Martilandrán.

- Madrid es una máquina tragaperras; solo hay números.

Nueve días y 700 kilómetros después de salir de mi casa con la bicicleta, llego al punto que me había marcado, El Gasco. Aquí acaba la carretera, de forma abrupta, no hay plaza, solo un pequeño ensanche para que los coches puedan dar la vuelta. Más allá se cierra el valle, no hay salida, no hay lugar para las emergencias. Ángel mantiene la esperanza de que la Unión Europea cumpla la promesa y abra una vía de evacuación a través de la montaña.

En El Gasco no queda mucho, aparte de una impresionante cascada y un coqueto alojamiento rural. Muchas casas se han transformado en establos. En medio de la noche, resalta el lomo blanco de los caballos, que asoman sus cabezas por los portillos.

He saboreado cada metro. Alcanzar un sitio tan alejado y profundo con tus piernas, en invierno, y llegar así, acompañado de Andrea, Ángel, Pepe y Cacarea, es meterse en vena la droga más alucinógena. Cada vez que quiera recordar lo que es viajar en bici, volveré a estos tres kilómetros, un chute de vida, por mucho que aquí cada vez quede menos.

Ángel me exige un autorretrato en el que salgamos todos.

- Yo también os quiero tener.

El viaje me está dejando ko.

- Te vas a consumir.

No es un ko físico, es un ko de chute. De físico, cero problemas; tengo higos.

- Este sitio ya va a formar parte de ti siempre.

La casa rural tiene chimenea, salchichón y vino. Cenamos, hablamos, salimos, alcanzamos el punto más alto del pueblo, volvemos, ponemos la alarma a las 7:30. Dice el móvil que dormiremos ocho horas y 54 minutos. Me gusta este ritmo.

- Te tirarás unos días con la cabeza aquí.

Aquí. Sí. Puede que esta tierra verde oscura y marrón, sin cultivar, ofrezca un aire decadente, que sus casas estén atrincheradas en las laderas, que usen sus excelentes miradores como trasteros, como hace el padre de Andrea. Puede que tampoco esté bien comunicada, que la Unión Europea no le haga ni caso, que sea un hoyo sin salida, que prometan lo que nunca llegará, que Buñuel los ridiculizara, que les hablen de endogamia, que los rostros te hagan pensar. Puede que en cualquier lugar de España digas Las Hurdes y no sepan qué narices estás diciendo. Puede que sí, que no sea el lugar más venerado, pero lo que sí puedo asegurar es que sus gentes tienen un acento que se te mete dentro.

De Las Hurdes nadie escapa.

Ángel y Andrea ya habrán regresado a su casa. Hoy no han visto muchas latas en el camino.

Apago la luz.

Tras la pared de mi cama, se escucha una cabra.