Tras la desilusión y el desencanto llegó el retiro… ¡Dios, que poco dura la alegría en casa del pobre! Porque Ortega, al ver la política de «trituración» que estaba imponiendo la Izquierda, decidió clausurar la Agrupación al Servicio de la República (29-10-1932), que había fundado con Marañón, Pérez de Ayala y Machado, y reincorporarse a su cátedra en la Universidad. Poco después diría en Granada a los universitarios: «He vuelto a la Universidad porque la Universidad es mi mundo, me he convencido de que la política y la inteligencia están reñidas… al menos en la España de hoy». Aunque no pierde el tiempo y ese mismo año escribe En torno a Galileo, una de sus mejores obras y en la que desarrolla su teoría de las generaciones.

Pero, en 1933, cuando las dos Españas van a unas elecciones casi plebiscitarias y oye decir a Largo Caballero, el líder del PSOE, aquello de que «vamos a las urnas con una idea clara: si ganamos las elecciones haremos la Revolución desde el Parlamento y si las perdemos la haremos desde la calle y con las armas», Ortega se subleva y a pesar de su reciente No es esto, no es esto grita ¡Viva la República!, en un artículo que publica en El Sol (3-12-1933) del que seleccionamos estas frases: «La única posibilidad de que España se salve históricamente, se rehaga y triunfe es la República, porque sólo mediante ella pueden los españoles llegar a nacionalizarse, es decir, a sentirse una Nación. ¡Viva la República! (...) Lo que me parece vergonzoso es que los cientos de discursos pronunciados en España no anuncien una sola idea clara, que defina algo sobre ese Estado que hay que hay que construir. Solo se han pronunciado palabras vanas y huecas prometiendo en palabrería fantástica, sin saber si se puede o no realizar. Porque esto importa poco a esos palabreros, que sólo quieren hostigar a las masas con palabras vanas e insensatas para que, como un rebaño de ovejas, vayan a las urnas o, como un rebaño de búfalos, vayan a la revolución. Y a eso se le llama democracia» (ver texto completo en la página web www.diariocordoba.com).

Tampoco se resistió a pronunciarse cuando las Izquierdas quisieron hacer la revolución en 1934, aunque él consideró la revolución como un verdadero Golpe de Estado contra la República e incluso aplaudió que el Gobierno emplease todos sus medios, incluida la fuerza de las armas, para evitar la «Dictadura del Proletariado» que reclamaba Largo Caballero.

Y LLEGÓ EL 18 DE JULIO DE 1936

Y con ese ánimo descorazonador y triste le llegó el 18 de julio de 1936. Una tristeza que se convirtió en preocupación y miedo cuando recibió la noticia del asesinato de Calvo Sotelo y más cuando los milicianos acabaron a sangre y fuego con la sublevación militar del Cuartel de la Montaña.

Tan sólo 4 días después una tarde se presentaron en su domicilio particular un grupo de milicianos armados que tras aporrear la puerta con sus fusiles entraron con un manifiesto que tenía que firmar. En aquella situación se produjo la siguiente escena (que más tarde, ya en el exilio, recordaría en su obra En cuanto al Pacifismo):

--¿Qué queréis? -les preguntó la hermana, con el miedo reflejado en sus ojos, y más sabiendo como sabía que su hermano estaba muy enfermo en la cama.

--Venimos a que el Sabio firme este papel.

--¿Y qué es eso?

--Un Manifiesto. ¡Hay que acabar con los asesinos fascistas!

--¡Que lo firme ahora mismo o lo matamos!

Y la hermana cogió aquel papel y se lo llevó al dormitorio. Naturalmente cuando Ortega leyó el texto gritó furioso: «Eso no lo firmo yo ni aunque me maten».

--Por favor, Pepe, que estos son capaces...

--¡Pues que me maten!, yo no firmo esa locura... Sal y se lo dices así.

Y con espanto, aunque tratando de evitar lo peor, trató de ganar tiempo y les dijo:

--Mi hermano dice que esto no lo puede firmar él, pero que si se cambian algunas cosas está dispuesto a firmarlo.

Y aquellos radicales se miraron, dudaron y dijeron:

--Está bien, así se lo diremos a los del Comité, pero volveremos.

--¡Sí, volveremos, Don José tiene que dar la cara para acabar con los asesinos fascistas!

Y dando patadas a la puerta salieron de la casa».

EL EXILIO

Fue un momento casi trágico y Ortega ya no lo dudó y aun estando enfermo se puso en contacto con su hermano Eduardo y le contó lo que había pasado. Eduardo, que tenía buenas relaciones con los miembros del Gobierno y con la directiva del PSOE, asustado, se movilizó y en unos cuantos días consiguió que Ortega saliese de España con su mujer y sus tres hijos. El 1 de agosto de 1936 ya estaba en París y comenzaba su exilio. «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo».

Un exilio que también tendría alternativas, porque de París se fue a los Países Bajos y luego a Argentina, donde permaneció, aplaudido y agasajado por el mundo intelectual, varios años y desde donde siguió los avatares de la Guerra Civil y el final de abril de 1939. Curiosamente no regresa voluntariamente a España, pero en 1942 se instala en Lisboa y con frecuencia viaja a Madrid. El Régimen de Franco le da plena libertad de movimientos, aunque no le restituye en su cátedra de la Universidad, incluso llega a pagarle los sueldos devengados esos años. Hasta que en 1945, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, decide volver definitivamente «por España». Murió en 1955 y a su entierro, multitudinario, acudió la plana mayor del Franquismo.