Hay un edificio cuya fachada suele llamar la atención de los viajeros que, tras visitar la Mezquita-Catedral, atraviesan la calle Amador de los Ríos en dirección al Alcázar. En numerosas ocasiones los he visto detenerse en la acera opuesta, y observar durante un buen rato a través de los avanzados teleobjetivos de sus cámaras fotográficas el pequeño relieve esculpido sobre el balcón principal del Seminario Conciliar de San Pelagio, sin entender muy bien la escena que allí se representa. Ellos no saben que se trata del martirio de un chico de trece años con una historia sorprendente.

Según la tradición cristiana, su biografía arrancaría en el año 920, cuando las huestes de Abderramán III aplastaron al ejército navarro leonés en la batalla de Valdejunquera, cerca de Pamplona. Entre los líderes capturados por los sarracenos se encontraba el obispo Ermogio, que fue traído hasta Córdoba y entregado al entonces todavía emir de Al-Ándalus. A la hora de negociar su libertad, el prelado prometió enviar a sus captores un gran número de prisioneros musulmanes del reino de León, y no dudó en ofrecer como garantía a su propio sobrino, un hermoso niño de nueve años llamado Pelagio. Pero pasaron los meses y el joven rehén no tuvo noticias de su tío, que no parecía tener la menor intención de cumplir su promesa.

Cuatro años después, Pelagio seguía cautivo, y Abderramán III ordenó que el adolescente fuera llevado a su presencia. Dicen las crónicas -las cristianas, no lo olvidemos- que en cuanto lo vio, el gobernador islámico quedó prendado de su belleza, ofreciéndole convertirse en su favorito: «Niño, te elevaré a los honores de un alto cargo si niegas a Cristo y aceptas que nuestro profeta es el auténtico». Ante la negativa del menor, el futuro califa se acercó a él y, pretendiendo realizarle tocamientos deshonestos, el chico se revolvió bruscamente: «¡Retírate perro! ¿Es que piensas que soy un afeminado como los tuyos?».

Humillado por el desprecio, el emir mandó que lo colgaran boca abajo de una polea de hierro, y que tras alzarlo, lo dejaran caer y lo detuvieran en seco una y otra vez, hasta que se le saliera el alma por la boca. Su única salvación habría sido renegar de Cristo y reconocer a Mahoma, pero el chico, armado con la misma voluntad de hierro que sus antecesores, San Eulogio y el resto de mártires mozárabes, soportó impávido todas las torturas a las que fue sometido.

Un detalle que pasan por alto los textos es si en algún momento del martirio se acordó del bueno de su tío, el obispo Ermogio. Y mientras éste disfrutaba de una vida contemplativa en León, a su sobrino Pelagio lo despedazaban miembro a miembro en Córdoba. Afirma la leyenda que sus verdugos se entregaron frenéticamente a su cometido, empezando por amputarle un brazo de cuajo, ante lo que el mártir se mantuvo impertérrito. Seguidamente le cortaron las dos piernas, y viendo que no se inmutaba pese a haber perdido gran cantidad de sangre, acabaron degollándolo y arrojando los distintos trozos de su cuerpo al fondo del río Guadalquivir.

Poco después, los cristianos rescataron sus restos para ofrecerle un entierro digno, llevando su cabeza al cementerio de la desaparecida iglesia de San Cipriano -entonces situada en los actuales Jardines de la Victoria- y el resto del cuerpo a la de San Ginés. Unos cuarenta años después, el segundo califa omeya de Córdoba, Alhakén II, envió sus huesos en el interior de una urna al reino de León, donde empezarían a ser venerados como una reliquia sagrada. Pero por miedo a las campañas de Almanzor, que ya sabemos cómo se las gastaba, acabaron siendo desplazados al monasterio de San Pelayo de Oviedo, y ocultados bajo su altar mayor.

En 1798 se autorizó el traslado de una reliquia del niño mártir desde el templo ovetense hasta el Seminario de San Pelagio de Córdoba, donde se ha conservado en su capilla desde entonces.

(*) El autor es escritor y director de «Córdoba Misteriosa». Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net