El primer lunes de mayo de 1652, los vecinos que salieron de la primera misa de la iglesia de San Lorenzo se cruzaron con una imagen estremecedora: la de una mujer con la cara empapada en lágrimas que, entre terribles alaridos de dolor, sujetaba en sus brazos el cadáver de su hijo pequeño, fallecido después de innumerables días sin comer. Esta conmovedora escena fue el detonante para que muchas mujeres arengaran a sus maridos a tomar las armas, y a revelarse contra el corregidor que había llevado a la ciudad a tan lamentable situación. Y es que la tensión venía de lejos. La mala cosecha del año anterior había motivado que los panaderos se guardaran las hogazas, a la espera de que la escasez multiplicara con creces su valor. Eso desencadenó que el precio del poco pan que había disponible se disparara, provocando a su vez una elevación general del precio de los alimentos básicos que, como de costumbre, golpeó con mayor dureza a las clases humildes.

Así las cosas, unos dos mil hombres de San Lorenzo y las collaciones colindantes se armaron con lo primero que encontraron y salieron en tropel en busca del corregidor, el vizconde de Peña Parda. Éste, consciente del riesgo que corría, se puso a salvo en la iglesia de la Trinidad, por lo que la muchedumbre no tuvo más remedio que redirigir sus iras hacia otra autoridad. Así que fueron a la casa del obispo Pedro de Tapia, abrieron sus graneros y le robaron todo el trigo que guardaba para su familia. El eclesiástico salió a la calle y, con la mejor de sus intenciones, prometió a los exaltados el perdón divino y una bajada de precios si se tranquilizaban. Pero siguiendo el dicho aquel de «estómago vacío no cree en Dios», los alborotadores lo ignoraron y continuaron toda la tarde saqueando las casas de las familias más adineradas de Córdoba. Una vez llegó la noche, sacaron dos cañones de la Torre de la Calahorra y los colocaron apuntando a las puertas de Gallegos y del Puente, respectivamente, para que ningún noble cayera en la tentación de abandonar la ciudad con nocturnidad, alevosía y su trigo en una carreta.

A la mañana siguiente los ánimos no estaban más calmados. Muy al contrario, la revuelta se había extendido ya por casi todos los barrios, y dos hombres, Juan Tocino y el tío Arrancacepas, se habían erigido como los líderes del motín. Ambos se dedicaron a incitar a sus vecinos a armarse y cortar las cabezas de cuantos aristócratas pudieran. A eso de las ocho de la mañana habían reunido un ejército de siete mil cordobeses, unos con armas de fuego, otros con alabardas, y el resto con palos y piedras.

La mayoría de los caballeros se escondieron, conocedores de que estaban en clara minoría y sus vidas se hallaban en serio peligro. Pero entre ellos había uno, don Diego de Córdoba, que era muy querido por el pueblo debido a sus numerosas obras de caridad con los pobres. Y los amotinados exigieron que el corregidor Peña Parda fuera sustituido por este buen hombre, que aunque en un principio rehusó ocupar el cargo, finalmente se vio obligado a aceptar por el bien de la comunidad. Pocas horas después, el humilde caballero recibía la vara de mando de manos del obispo, delante de más de cuatro mil cordobeses que lo aclamaron y vitorearon como a su salvador.

Una vez convertido en corregidor, lo primero que hizo don Diego fue asomarse al balcón del ayuntamiento para explicar a las masas que consentía gobernarlos y se comprometía a bajar el precio del pan únicamente si la paz regresaba a las calles. En seguida se publicó un bando para que entregasen las armas, y por la tarde, ya se podía encontrar en los mercados abundante trigo a precio razonable, concluyendo así este oscuro episodio de nuestra historia sin tener que lamentar mayores desgracias.

Por su parte, Felipe IV envió dinero a Córdoba para subvencionar parte del precio de ese trigo, evitando así nuevos motines, y concedió un indulto general a los insurrectos. Durante su etapa, el monarca español tuvo que afrontar un periodo de recesión económica, sufriendo incluso cuatro bancarrotas de la Real Hacienda (1627, 1647, 1656 y 1662). Su reinado estuvo caracterizado por una grave crisis de la monarquía y por frecuentes motines de subsistencia como el aquí relatado.

(*) El autor es escritor y director de ‘Rutas Misteriosas’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net