A poco más de cuarenta kilómetros al suroeste de la capital encontramos la milenaria localidad de Aguilar de la Frontera. Un pueblo profundo que, tras su imagen alegre y festiva, guarda insondables misterios aún por descubrir. Como el de su patrona, Nuestra Señora del Soterraño, que mora en la iglesia construida sobre una gruta donde se apareció la Virgen hace más de cinco siglos.

Pero en esta ocasión quiero centrarme en el inexplicable fenómeno que relata el escritor Francisco Cabezas en su blog sobre divulgación de temas locales. Según la tradición, a principios del siglo XVIII se hizo recurrente la aparición de una figura espectral que bajaba por la calle Pozuelo hasta el cruce con Clavijo, y se desvanecía cuando se adentraba por Membrilla. Según los testigos, la sombra vestía una sotana oscura con capucha, llevaba una cinta al cuello y portaba un farol en la mano.

Y lo más curioso, siempre hacía su aparición en la noche del 2 de febrero, es decir, la víspera de la festividad de San Blas. Los vecinos especulaban con que podría tratarse del fantasma de algún sacerdote condenado por el Tribunal del Santo Oficio, pero la verdad es que nadie pudo averiguar nunca su identidad. Es más, contaban que quien intentó alguna vez hablarle jamás pudo contarlo, pues se quedó afónico de por vida. Tras décadas de gran consternación entre los aguilarenses, hacia 1735 se levantó justo en ese lugar la ermita de San Blas, con la intención de aplacar los ánimos de este ser desencarnado. Y la medida fue eficaz, pues parece que a partir de entonces dejaron de producirse las temidas apariciones.

Una de las tradiciones del día de San Blas consiste en acudir a las iglesias del pueblo para bendecir los bulilis, las roscas de bizcocho ataviadas con un lazo que los niños del pueblo se colocan en el cuello durante ese día para protegerse de las enfermedades de laringe. Esta costumbre parece encontrar su origen en esa cinta que el encapuchado llevaba alrededor de su garganta, ya que, al poco de construirse la ermita, Aguilar sufrió una terrible epidemia de difteria, y el fervor popular aseguraba que muchos infantes lograron salvar sus vidas gracias a la intermediación de los lazos benditos de San Blas.

Sea como fuere, esta ermita se cerró al culto en 1940, y a partir de 1965 fue empleada para otro uso bien distinto al religioso. Quién sabe si este hecho podría provocar, casi tres siglos después, el resurgimiento de un fenómeno que las nuevas generaciones tenían prácticamente olvidado. De ser así, no duden que estaremos por aquí para contárselo.

(*) El autor es escritor y director de ‘Córdoba Misteriosa’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net