Ya huele a incienso por las calles, y no se me ocurre mejor momento que la víspera de Semana Santa para compartir con ustedes una de las historias más inquietantes jamás ocurrida en un convento cordobés. Corría el año del Señor de 1539 y en un humilde cenobio situado extramuros vivía un fraile que siempre se jactaba de llegar el primero al rezo de medianoche. Durante varios años lo logró sin demasiado esfuerzo, pero un buen día, advirtió al presentarse en el coro que un hermano se le había adelantado, ocupando el que habitualmente era su lugar. Como la capucha cubría su cabeza y no podía reconocerle de espaldas, quiso acercarse para descubrir de quién se trataba, pero al llegar a su lado el desconocido se puso en pie y se marchó sin pronunciar palabra.

A la noche siguiente, nuestro fraile decidió acudir a su cita con la oración unos minutos antes, y su frustración sería inmensa al comprobar que el mismo monje de la velada anterior se encontraba de nuevo allí, arrodillado en su sitio. Molesto con la situación, a la jornada siguiente no dudó en llegar incluso más temprano, viéndose de nuevo superado por ese hermano al que por distintas vicisitudes nunca lograba ver la cara. En las jornadas sucesivas fue adelantando cada vez más su hora de llegada, hasta el extremo de presentarse tres horas antes. Pero todo resultaba inútil, fuera a la hora que fuera, siempre encontraba al misterioso encapuchado instalado en el claustro.

Desesperado e impotente, el competitivo fraile se atrevió a interrumpir las oraciones de su compañero para pedirle que se retirara la capucha. Cuál sería su sorpresa al descubrir un juvenil rostro que no le sonaba de nada, pese a no ser más de sesenta individuos los que formaban la congregación. ¿Cómo podía haber cohabitado con ese jovenzuelo en un convento tan pequeño sin haber coincidido antes? Mientras el enigmático hermano se ponía en pie y se disponía a marcharse, nuestro fraile le consultó desde cuándo formaba parte de la orden, intuyendo que se trataba de un novicio. Pero el zagal se giró y, aunque no supo precisar el año, le explicó que cuando él ingresó en la orden, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón acababan de contraer matrimonio en Valladolid. Al día siguiente, nuestro fraile contrastó este dato con el escribano, y pueden imaginar su estupefacción al descubrir que habían pasado casi setenta años desde aquel acontecimiento.

A la noche siguiente llegó muy temprano al claustro, pero su insólito compañero no estaba allí. Como de costumbre se arrodilló y comenzó a elevar sus plegarias, mirando esta vez de reojo por si el extraño hacía acto de presencia. Necesitaba averiguar cómo se mantenía tan joven pese a su avanzada edad, o por qué nunca se habían cruzado por los pasillos del cenobio después de tantos años. Pero le fue imposible despejar sus dudas. Aquella noche no apareció. Ni la siguiente. Ni la otra. Finalmente, el fraile comprendió que se trataba de un hermano fallecido hace décadas, que probablemente no había rezado suficientes oraciones en vida, y que por eso había sido condenado a completar todas las que se había saltado antes de poder descansar en paz.

Y desde entonces, todas las noches, nuestro fraile llegó al claustro bastante rato antes, con el fin de rezar sus oraciones y las de ese monje fantasmal, con tal de que no volviera a aparecer por allí.

Esta leyenda, adaptada de un extracto de los Paseos por Córdoba de Ramírez de Arellano, aparece recogida en la Crónica de la Orden de los Mínimos de Córdoba, donde se asegura que tuvo lugar en el desaparecido convento de Nuestra Señora de la Victoria. El mismo se encontraba a las afueras de la ciudad, en la zona de los actuales Jardines de la Victoria, frente a la también desaparecida Puerta de Gallegos. Originariamente era la ermita de Nuestra Señora de las Huertas, y en ella residió una congregación de «emparedadas».

Así se llamaba a las mujeres que voluntariamente se recluían en un edificio religioso con el fin de alcanzar un alto grado de meditación a través del aislamiento. Posteriormente, en una de sus visitas, los Reyes Católicos le cambiaron el nombre por el de La Victoria. Al parecer, Fernando era muy devoto de esta advocación desde el día en el que se le apareció en sueños. Al despertar, según la tradición, doce ermitaños de la Orden de los Mínimos le visitaron para predecirle que tres días después conseguiría arrebatar la ciudad de Málaga a los musulmanes. Y así fue.

Los Mínimos se instalaron en el convento de la Victoria de Córdoba en el 1510, donde permanecieron hasta 1835. En 1867, el edificio fue demolido, dejando como único recuerdo de su existencia el nombre del paseo que une la Glorieta de la Cruz Roja con la Avenida Ronda de los Tejares. Y un buen puñado de leyendas.

(*) El autor es escritor y director de «Córdoba Misteriosa». Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net