Con la importante victoria de Alhucemas acabó prácticamente la guerra con Marruecos que venían disputando unidas Francia y España desde hacía ya varios años… y fue en ese momento cuando el Rey pudo salvar la monarquía poniéndole fin a la dictadura de Primo de Rivera. Los españoles y especialmente la clase política, habrían acabado aceptando la dictadura si por fin el ejército hubiera puesto punto final a la sangría que vivía España.

Pero el Rey, en lugar de despedir al general Primo de Rivera, no solo le concedió más poder sino que le permitió formar un gobierno exclusivamente de militares. ¡Y eso ya no lo resistieron los políticos ni los intelectuales y todos se pasaron a la República!

El primero de todos, Miguel Maura, quien incluso llegó a despedirse del Rey y anunciarle que se pasaba al campo republicano. A continuación, sería el cordobés Sánchez Guerra, varias veces ministro, quien el 27 de febrero se «cambiara de chaqueta» y se declarara partidario de la República, con aquellos versos que incendiaron a los oyentes: «No más abrazar alma/ el sol que apagar se puede/ no más servir a señores/ que en gusanos se convierten». Más tarde, le tocó el turno al también exministro Niceto Alcalá Zamora, quien se inclinó por una «República viable», en la que pudiesen convivir obreros y empresarios, comunistas y obispos.

A continuación, les tocó el turno a los centristas y fue Melquiades Álvarez quien se inclinó por unas Cortes constituyentes que decidieran si seguía la monarquía o se proclamaba la república. Luego, Ángel Ossorio y Gallardo, abogado eminente y monárquico de toda la vida, quien se va hasta Zaragoza y se declara monárquico sin Rey (fue el primero de los «suicidios» que se producirían en el campo monárquico).

Y, naturalmente, las izquierdas vieron llegado su momento. Julián Besteiro acusa a la monarquía de ser «una ficción política». Largo Caballero, a pesar de su «colaboración» con la Dictadura, defiende una república marxista. Lerroux, el viejo león republicano, acaba escribiendo el Manifiesto al País que, firmado por todos los asistentes al Pacto de San Sebastián, harían público al anunciar el golpe de estado de 1930: «¡Españoles! Surge de las entrañas sociales un profundo clamor popular que demanda justicia y un impulso que nos mueve a procurarla. Puestas sus esperanzas en la República, el pueblo está ya en medio de la calle. Para servirle hemos querido tramitar la demanda por los procedimientos de la ley y se nos ha cerrado el camino; cuando pedíamos justicia, se nos arrebató la libertad, cuando hemos pedido libertad se nos ha ofrecido como concesión unas Cortes amañadas como las que fueron barridas, resultante de un sufragio falsificado, convocadas por un Gobierno de dictadura, instrumento de un Rey que ha violado la Constitución y realizadas con la colaboración de un caciquismo omnipotente. Hemos llegado por el despeñadero de esta degradación al pantano de la ignominia presente. Para salvarse y redimirse no le queda al país otro camino que el de la revolución. ¡Viva la República!»

Aunque fue el socialista Indalecio Prieto quien el 25 de abril en el Ateneo de Madrid lanzó el pistoletazo de la carrera: «Con el Rey o contra el Rey»: «Es una hora de definiciones. La mía no ofrece novedad. Vengo a requerir públicamente desde aquí a que se definan quienes no se hayan definido, y a que lo hagan con absoluta claridad. Que no están los tiempos para equívocos, palabras confusas y matices desvaídos. Nos hallamos en el momento político más crítico que ha podido vivir, en cuanto respecta a España, la presente generación. Yo creo que es preciso desatar, cortar un nudo; este nudo es la monarquía. Para cortarlo vengo predicando la necesidad del agrupamiento de todos aquellos elementos que podamos coincidir en el afán concreto y circunstancial de acabar con el régimen monárquico y terminar con esta dinastía en España».

Llamada al combate

Y claro está que en esta frenética carrera no podía faltar Manuel Azaña, quien el 11 de febrero lanza su «llamada al combate»: «Amigos y correligionarios, el grupo de Acción Republicana delega en mí para llevar su acto. He aceptado la delegación por lo mismo que el encargo es fácil y llano de cumplir, porque los sentimientos que nos animan y el propósito que nos reúnen son tan patentes y claros, estamos tan unánimes que se halla al alcance de cualquiera traducirlos en palabras todos cordialmente… La República no promete glorias; no vamos a comprometer a nuestro país, cuya modesta posición en el mundo conocemos, en aventuras grandiosas. Prometemos paz y libertad, justicia y buen gobierno. La libertad no hace felices a los hombres, los hace simplemente hombres… La República cobijará sin duda a todos los españoles; pero no será una monarquía sin rey: tendrá que ser una República republicana, pensada por los republicanos, gobernada y dirigida según la voluntad de los republicanos. A esta obra llamamos a todos los que piensan como nosotros, sean jóvenes o viejos. Es vana en política esa distinción. En política, las gentes no se clasifican por edades, sino por opiniones. Hay viejos que son militantes gloriosos del republicanismo. Hay jóvenes que a título de modernidad remedan el pensamiento fascista. Nosotros queremos trabajar con nuestros iguales en ideas. Todos juntos acertaremos a darnos lo que más falta nos hace: una España libre y unida… Seamos hombres decididos a conquistar el rango de ciudadanos o a perecer en el desempeño. Y un día os alzaréis a este grito que resumen mis pensamientos: Abajo los tiranos».

A pesar de todo esto, Alfonso XIII se mantuvo en el Palacio Real hasta que cayó la gota que colmaría el vaso, el famoso artículo Delenda est Monarchia, de Ortega y Gasset. (Ver artículo en la página web del Diario CÓRDOBA).