Pedro Peramato era un afamado doctor cordobés que hacia el año 1575 firmaba los documentos oficiales como Pero Mato. Casado con la guapísima Beatriz Cano, la familia la completaban sus dos pequeñas hijas. Vivían frente al edificio que hoy ocupa el Museo Arqueológico, que por entonces pertenecía a la familia aristocrática de los Páez de Castillejos. Y parece que sus vidas transcurrían felizmente hasta que un mal día, uno de los hijos de este rico clan se fijó en la señora del médico. Comenzó haciéndole gestos desde la azotea, y aunque doña Beatriz procuraba ignorarlo, el creciente desinterés de su marido en ella hizo que acabara sucumbiendo a los encantos del mancebo. De manera que cada tarde, mientras Pero Mato atendía a los enfermos del hospital, el aristócrata y la mujer yacían sobre el lecho conyugal. Así lo hicieron hasta el día en que la criada delató a doña Beatriz, que no tuvo más remedio que huir de la casa y refugiarse en el cercano convento de Santa Ana para protegerse de la ira de su marido. Tras varios días de reflexión, y pensando en el bien de las niñas, don Pedro acabó permitiendo a su mujer regresar al hogar familiar, aunque fuera bajo unas estrictas medidas de vigilancia. Así, las aguas volvían a su cauce y el escándalo se iba poco a poco olvidando. Hasta que algo terrible sucedió…

Una mala mañana, cuando don Pedro salía para dirigirse a su trabajo, encontró sobre la puerta de la casa una ristra de cuernos de cabra, una suerte de malicioso recordatorio de la paciencia con la que había elegido llevar su deshonra. El doctor fue capaz de controlarse, y muy calmado, descolgó el insidioso ‘regalo’ de la puerta, lo guardó en su salón y se marchó a trabajar.

En el hospital, la jornada discurrió con normalidad. Y por la tarde, muy sereno el hombre, regresó a su casa. Fue entonces, al entrar por esa puerta y ver a doña Beatriz, cuando una cascada de sentimientos brotó de golpe en su interior. De forma súbita y con una gran violencia, no dudó en golpearle la cara con la ristra de cuernos, y sin darle más tiempo que el necesario para encomendar su alma a Dios, rodeó su cuello con la misma cuerda de las astas y la estranguló ante la horrorizada mirada de sus dos hijas pequeñas. La justicia no tardó en apresarlo.

Tras un juicio rápido fue condenado a muerte, pero el hecho de ser el médico de confianza de las personas más poderosas de la sociedad del momento le valió para que su pena se transmutara en sólo unos meses de cautiverio. Pedro Peramato continuó ejerciendo su profesión y, en lugar de pasar a la historia como un asesino, nuestra ciudad le dedicó la cuesta que sube desde la plaza del Museo Arqueológico hasta la calle Ángel de Saavedra. Insólito, ¿no creen?