Corría el mes de noviembre de 1922 cuando un niño de unos 10 años revolucionaría la Egiptología para siempre. Husein trabajaba llevando agua a la cuadrilla de obreros y arqueólogos que excavaba el Valle de los Reyes, la necrópolis elegida por gran parte de los faraones del antiguo Egipto para su eterno descanso. Una mañana, el pequeño descendió de su burro y, con el fin de preparar el suelo para depositar una de sus tinajas, comenzó a escarbar en la arena con sus propias manos. Pronto se topó con un escalón cortado en la roca y, asustado, puso el hallazgo en conocimiento de los trabajadores.

Howard Carter, el arqueólogo británico que dirigía la expedición, mandó retirar la tierra, dejando al descubierto los dieciséis peldaños que conducían a una puerta decorada con un chacal. Tras desbloquearla accedió a un estrecho pasadizo por el que se arrastró unos metros, hasta alcanzar una pequeña antecámara repleta de cofres, estuches, estatuillas, bastones, dagas y joyas. Se trataba de la ampliamente buscada tumba de Tutankamón, un faraón de la XVIII dinastía, y en su interior parecía como si el tiempo se hubiese detenido hace tres mil quinientos años. Por primera vez se hallaba una cámara real que no había sido profanada por los saqueadores de tumbas, y cuyo interior había permanecido intacto durante siglos.

En un momento tan desbordante de emoción, a Carter no le preocupó demasiado el hecho de que el mismo día del hallazgo, al regresar a su casa por la noche, el canario que le hacía compañía apareciera muerto en su jaula. El egipcio siempre ha sido un pueblo sumamente supersticioso, y lo que para el arqueólogo sería una simple anécdota, para varios miembros de su equipo se convertiría en un mal augurio. Los obreros locales que intervenían en las labores de inventariado comenzaron a advertir a los británicos que profanar la tumba de uno de sus reyes podría traerles consecuencias funestas. Nadie los escuchó.

El 5 de abril de 1923 el cuerpo de lord Carnarvon, el mecenas que había financiado la excavación, fue encontrado sin vida en la habitación de su hotel de El Cairo. Según la leyenda, sobre las cuatro de la madrugada, todos los perros de la capital egipcia habían comenzado a aullar de forma repentina. A la misma hora, pero a dos mil kilómetros de allí, en el castillo que el noble poseía en el condado de Hampshire (Inglaterra), su querido fox terrier también perturbaba el sueño de la familia Carnarvon con desgarradores chillidos sin explicación aparente.

En los años siguientes se sucedieron otras veintidós muertes de personas que habían estado de alguna forma vinculadas al descubrimiento, cada cual en circunstancias más extrañas. Primero cayó Arthur Meiss, arqueólogo y mano derecha de Howard Carter. Le siguió el magnate americano George J. Gould, que falleció de neumonía a los pocos días de visitar la tumba. Y así, uno tras otro, dando lugar a lo que los medios de la época bautizaron como la «maldición de Tutankamón». Finalmente en 1962, el médico egipcio Ezz Taha convocó una multitudinaria rueda de prensa para anunciar que había descubierto el motivo de todas esas extrañas defunciones. En la misma explicó a medios de comunicación de todo el mundo que el causante era un hongo tóxico, que habría infectado el sistema respiratorio de quienes se adentraron sin mascarilla en una sala que había permanecido cerrada durante treinta y cinco siglos. De esta forma parecía zanjarse el tema. Pero después de pronunciar su conferencia, el doctor salió del auditorio, tomó su vehículo, y en el camino de regreso a su casa sufrió un terrible accidente de tráfico que acabaría con su vida. La maldición no solo no concluía aquí, sino que para algunos, podría continuar incluso en nuestros días.

¿Y qué relación guarda la tumba de Tutankamón con Córdoba? En febrero de 1925, sólo dos años después del increíble hallazgo, el Gran Teatro acogió dos conferencias a cargo del entonces gobernador civil Cabello Lapiedra, en las que se proyectaron en primicia decenas de fotografías tanto de las excavaciones como del interior del sepulcro recién descubierto. Según la crónica publicada en su día por el Diario de Córdoba el recinto se abarrotó, desatando en nuestra ciudad la fiebre por la egiptología. Imagínese los sentimientos que debieron evocar en nuestros abuelos esas imágenes en blanco y negro cargadas de aventura y exotismo, en un momento en el que viajar al país de las pirámides suponía un sueño inalcanzable para la gran mayoría de los mortales. Curiosamente, el mismo artículo también destacaba: «Es verdaderamente deplorable que una parte del público que ocupaba las localidades altas del teatro no guardara durante la conferencia el silencio debido». Y es que hay cosas que nunca cambian.

(*) El autor es escritor y director de «Córdoba Misteriosa». Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net