El pasado miércoles, a eso de las once de la noche, llegó la primavera a España. Justo entonces se produjo también el primer equinoccio del año -del latín aequinoctium, que significa «noche igual»-, momento en el que el día y la noche tienen la misma duración. Este fenómeno, que hoy ha quedado en simple anécdota, suponía en la antigüedad una fecha trascendental, al ser el día en el que el sol nace en el horizonte justo por el Este geográfico. Y eso, para unos maestros constructores que no disponían de brújulas, suponía una guía imprescindible a la hora de orientar sus templos en la dirección que marcaban sus creencias espirituales.

Por otro lado, conocer el ángulo con el que iban a incidir los rayos solares en cada momento de la jornada les ofrecía la posibilidad de planear sorprendentes juegos de luces, capaces de transmitir mensajes y asombrar a los fieles con lo que podríamos definir como los «efectos especiales» de la época. Uno de los principales ejemplos de aprovechamiento de la luz equinoccial en nuestro país lo encontramos en el Monasterio de San Juan de Ortega, en pleno Camino de Santiago. En uno de sus capiteles se encuentra labrado todo el ciclo de la Natividad, y durante los equinoccios, un buen número de peregrinos y curiosos se congrega a su alrededor para disfrutar del deslumbrante espectáculo. Hacia las cinco de la tarde, un potente halo luminoso se cuela por una ojiva para posarse sobre la escena de la Anunciación, manteniendo el resto en la oscuridad. Y durante los minutos siguientes, va desplazándose para iluminar de forma secuencial las distintas escenas de la vida de la Virgen, desde la Visitación hasta el anuncio de los pastores, como si de una suerte de «cómic medieval» se tratara.

Este prodigio arquitectónico es conocido como el milagro de la luz y durante la Edad Media se hizo muy popular en toda Europa. Probablemente, el caso más conocido fuera de nuestras fronteras sea el de la Catedral de Chartres (Francia). En su pavimento encontramos una loseta diferente al resto, de la que sobresale un pequeño alambre en forma de espiga. Es tan minúsculo que ningún feligrés o turista repara en él, pero cuando llega el solsticio de verano -en torno al 21 de junio-, justo a las dos de la tarde, la luz penetra por un pequeño óculo estratégicamente perforado en una vidriera, y se posa de forma milimétrica sobre la minúscula espiga metálica. El pausado movimiento del astro rey provoca que cientos de halos luminosos se proyecten durante unos segundos por los muros de la nave, provocando un efecto tan mágico como efímero.

Aunque lo más habitual era diseñar los edificios en torno a los equinoccios o los solsticios, cada maestro constructor podía programar el efecto lumínico en la fecha que quisiera conmemorar. Un claro ejemplo lo encontramos en la provincia de Córdoba, concretamente en la iglesia de San Francisco de Bujalance. En el siglo XVI, los franciscanos decidieron orientar esta joya del barroco andaluz hacia el punto del horizonte donde el sol se pone en la onomástica de San Francisco. En la actualidad, cada 14 de octubre -que es el día con el que se corresponde según el calendario juliano vigente- podemos disfrutar en el interior del citado templo de uno de estos maravillosos milagros de la luz.

El pasado mes de octubre tuve la suerte de poder vivirlo en directo. Desde las seis y media de la tarde una veintena de personas aguardaba expectante. Minutos antes de las siete, un moribundo rayo de sol atravesó el rosetón situado en la fachada de la iglesia, y durante unos minutos se fue desplazando por el muro del presbiterio hasta coronar la figura de San Francisco. Tras el murmullo inicial, la mayoría de los concurrentes nos concentramos en silencio al fondo de la nave. Unos miraban, otros oraban; algunos disparábamos decenas de fotografías con la intención de recoger la belleza del momento en una instantánea. Segundos después el sol se apagó, la luz se desvaneció y el templo se sumió en tinieblas. Los presentes nos quedamos sobrecogidos, sin poder despegarnos de las bancas de madera. Y entonces me pregunté: si este fenómeno nos afecta con tal intensidad a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, acostumbrados a ver en las pantallas de nuestros dispositivos los prodigios más increíbles jamás concebidos por la mente humana, ¿qué impacto sería capaz de provocar en cualquier aldeano del Medievo?

(*) El autor es escritor y director de «Córdoba Misteriosa». Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net