Un día un grupo de estudiantes se acercaron a Unamuno, siendo ya rector de la Universidad de Salamanca, y le preguntaron qué era mejor o más importante, tener títulos universitarios o ser un intelectual... y don Miguel, irónico, les respondió: «Tener títulos es cosa fácil, basta con ser aplicado y pasar por la universidad. Ser Intelectual es otra cosa y por desgracia más escasa, porque intelectual sólo es aquel que tiene ansias de saber y que nunca está satisfecho con sus conocimientos».

Y eso fue aquel vasco que irrumpió en la vida pública española con la espada del Cid en una mano y en la otra El Quijote. Nació el 29 de septiembre de 1864 y murió el 31 de diciembre de 1936, cuando las dos Españas, sus dos Españas, ya se mataban en los frentes. Como bien saben y aseguran todos sus biógrafos Unamuno fue siempre un inconformista, un hombre que luchó siempre contra esto y aquello desde que tuvo uso de razón. Se sabe que ya a los 6 años discutía con los profesores del colegio San Nicolás de Bilbao y con su padre (que, por desgracia murió antes de que cumpliera los 7).

Era el niño que lo quería saber todo, que lo preguntaba todo, que lo leía todo, que lo observaba todo y lo discutía todo, incluso los dogmas de la Iglesia de aquel tiempo.

A los 16 años llegó a Madrid a estudiar Filosofía y Letras y no había pasado un curso cuando ya escribía en una revista universitaria estas palabras: «Hay una asociación de escritores y artistas que lo mismo podría pasar por la de peluqueros; es una cooperativa funeraria y de Terpsícore a la par; su oficio, pagar el entierro a los que mueren y hacer bailar a los vivos. Todo es aquí cerrado y estrecho, de lo que nos ofrece típico ejemplo la Prensa periódica. Forman los chicos, los oficiales y los maestros de ella falange cerrada, sobre que extienden el testudo de sus rodelas, y nadie la rompe ni penetra en sus filas si antes no jura las ordenanzas y se viste el uniforme. En esta Prensa una verdadera balsa de agua encharcada, vive de sí misma; en cada Redacción se tiene presente, no el público, sino las demás Redacciones; los periodistas escriben unos para otros, no conocen al público ni creen en él. Estúdiese nuestra Prensa periódica con sus flaquezas todas, y al verla fiel trasunto de nuestra sociedad no se puede por menos que exclamar al oír execrarla neciamente: Arrojar la cara importa, que el espejo no hay por qué. Espejo verdadero, espejo de nuestro achatamiento, de nuestra caza al destino; espejo de nuestra doblez, de nuestra rutina y ramplonería.»

Tesis sobre la lengua vasca

En 1883 se licencia y tan sólo un año más tarde se doctora con una tesis «sobre la lengua vasca». (Tesis que produjo una guerra con los incipientes nacionalistas de Sabino Arana, porque se volvieron locos contra él cuando leyeron estas cosas: «El vascuence, hay que decirlo, como unidad no existe, es un conglomerado de dialectos en que no se entienden a las veces los unos con los otros. Mis cuatro abuelos eran, como mis padres, vascos; dos de ellos no podían entenderse entre sí en vascuence, porque eran de distintas regiones: uno de Vizcaya y el otro de Guipúzcoa. ¿Y en qué viene a parar el vascuence? en una cosa, naturalmente, tocada por completo de castellano, en aquel canto que todos los vascos no hemos oído nunca sin emoción, en el Guerníca Arbola, cuando dice que tiene que extender su fruto por el mundo, claro que no es vascuence. «Eman ta zabalzazu muduan frutua adoratzen raitugu, arbola santua». «Da y extiende tu fruto por el mundo mientras te adoramos, árbol santo». Santo sin duda; santo para todos los vascos y más santo para mí, que a su pie tomé a la madre de mis hijos. El vascuence sólo fue el invento del «tonti-loco» de Arana».

Pero su llegada a Madrid significó mucho más. En primer lugar entrar en contacto con un grupo de jóvenes que se llamaban José Martínez Ruiz (todavía no era Azorín), Pío Baroja, Ramiro Maeztu, Antonio Machado, Ramón María del Valle-Inclán, Ángel Ganivet y otros menos jóvenes como Benito Pérez Galdós y don Juan Valera...

Lo que le abrió las puertas del mundo periodístico y cultural madrileños.

Por ello no sorprende que su inmensa obra literaria posterior arrancase en las páginas de las revistas y los periódicos de aquellos finales de siglo (el XIX). Entre las primeras La España moderna (en la que aparecerían en 1894 y 1895 los cinco ensayos que constituyeron su primera obra seria: En torno al casticismo), Ciencia Social (en la que en 1896 publica 4 ensayos, que ya causan impacto: La dignidad humana, La crisis del patriotismo, La juventud intelectual española y Civilización y cultura), Nuestro tiempo (donde publica Viejos y Jóvenes, Ciudad y Campo, Alma de jóvenes y algunos más), Alma española, Los tres, y La Revista Nueva (El socialismo de Castelar) y entre los periódicos figuraban, y solo en Madrid: El Radical, La Época, El País, La Iberia, El Liberal, El Heraldo y El Imparcial.

En La Revista Nueva aquel grupo de «locos» (como les llamaría Baroja), y Unamuno entre ellos, firman una especie de Manifiesto dirigido a la juventud intelectual, en el que dicen:

«Juventud, juventud: ráfagas poderosas de vida impulsan tu corazón y tu pensamiento. No vamos a conducirte por caminos que ignores; no vamos a trocar tus ideales, ni a proponerte la regeneración del mundo con un programa de feria. No. Todas las filosofías, todas las instituciones, todas las ideas merecen respeto, cuando no son máscaras hipócritas.

Pero de todas las mentiras que son, para muchos maneras de vivir y de medrar, ninguna tan execrable como el falso escepticismo que viene a ser la señal de los tiempos; disfraz de la inútil canalla y de la impotencia, es el escollo más temible para las ilusiones de la juventud.

No dejéis que os arrebaten las ilusiones y la FE.

Apasionaos, llorad, reíd; la vida es más dulce cuando es más intensa la pasión; canta el soldado; canta la enamorada; canta el creyente; cantad sin miedo vuestra fe y vuestros ideales, cantad luchando en la conquista de porvenir; sed justos y piadosos.

Cuando la piedad y la justicia le acompañan, el hombre llega siempre al supremo bien de todos los caminos».

Pero, todavía no había llegado «el 98» ni era rector de la Universidad de Salamanca.

Eso sí estaba ya en la guerra entre la Razón y la Fe... y meditando, con el lejano Ganivet, sobre el porvenir de España.