Mi amiga Esperanza colecciona latas de sardinas. Vamos a ver, no es exactamente que las coleccione. Más bien es que las trata como si fuesen botellas de vino. Para el estante de la despensa donde las guarda -sin luz, a salvo de humedades y convenientemente aireadas- ha ideado una especie de colmenillas de madera para alojarlas, donde las tiene clasificadas por marcas y fechas de caducidad. También cuida de darles la vuelta cada seis meses para que se impregnen todas por igual con el aceite de oliva virgen extra que las baña. Éstas son las únicas que colecciona. En realidad, la fecha de caducidad no solo no la toma en cuenta, sino que las deja caducar intencionadamente. Sigue en esto una costumbre muy francesa, que opina que las sardinas, con la maceración, maduran y desarrollan óptimamente sus cualidades organolépticas. Los controles sanitarios avalan la idea, pues al parecer, por mucho tiempo que lleven caducadas, si el proceso de enlatado ha sido correcto, mantienen su salubridad por tiempo indefinido, aunque su aspecto empeore.

Lo curioso del caso es que Esperanza, durante la niñez y parte de adolescencia, a pesar de lo socorridas que son y de la insistencia de su madre, no consintió en probarlas. Testarudamente, así se mantuvo hasta los trece años, edad en la que fuimos invitadas por los padres de Cecilia -una amiga común que recordará el hecho- a pasar una semana en un cortijo. Ignorábamos entonces que eso fuese turismo rural, porque aún no se había acuñado el término, pero montábamos en bicicleta y en burro, nadábamos en una alberca de aguas verdosas, en la que al sumergirnos, cerrábamos fuertemente los ojos, ante el temor de que una sanguijuela se aferrase a ellos y andábamos por ahí hechas unas salvajes llenas de arañazos y con las rodillas hechas una pena.

Una noche, a la hora de cenar, la madre de Cecilia puso en el centro de la mesa una lata gigante de sardinas en aceite y unos panes tostados para que nos hiciéramos bocadillos. Miré a Esperanza muerta de risa esperando a ver cómo salía del atolladero, pero ella, evitándome y atendiendo dócilmente las instrucciones de la anfitriona, puso cuatro sardinas sobre la mitad del pan, cubrió con la otra mitad y, sin rechistar, se comió el bocadillo, dando muestras de satisfacción. Cuando volvió a su casa, entusiasmada, le explicó a su madre lo buenísimo que estaba. Su madre, claro, se puso como una fiera. Y Esperanza no solo conserva su pasión por los bocadillos de sardinas, sino que ha llegado a las últimas consecuencias.