Salgo de Lagunaseca con la frase de Ana en la cabeza. «Noelia es la única niña en el pueblo, pero que en Santa María o Poyatos no hay ninguna. El año que viene los otros dos niños pasan al instituto y se van; entonces, el autobús ya no vendrá a recogerla. Para una sola niña, no pasa. Nos darán una ayuda de 30 euros y ya está. Esto está desapareciendo».

Ana tiene toda la razón.

Viajar por los Montes Universales es hacerlo por un mundo perdido. La carretera CUV-9031 serpentea entre piedras y el río Cuervo. No hay indicaciones. Camino con la incertidumbre de no saber si tras la curva vendrá por fin una casa o más campo. El primer coche del día me detiene. Están perdidos, su GPS está perdido, les dirige por caminos que no existen.

Entro en Poyatos, pero ni siquiera me bajo de la bicicleta. Nada ni nadie alrededor de la iglesia.

Ana se quedó corta.

Leo en un artículo que a esta zona le llaman la Laponia del sur porque realmente está más deshabitada que aquella región. Aquí, entre Teruel y Cuenca, viven menos de 6.000 personas en 3.500 kilómetros cuadrados, es decir, 1,63 habitantes por kilómetro cuadrado; en la parte más despoblada de Escandinavia, la ratio es de 1,87 personas.

- Esos datos están inflados por el censo -matiza un vecino-. Aquí realmente hay menos de un habitante por kilómetro cuadrado.

Desde Poyatos es el río Escabas el que no deja de acompañarme. Es un descenso continuo, 20 kilómetros sin dar apenas pedales. Voy feliz, con el estómago lleno, por una carretera cada vez más estrecha y bonita, con el sol colándose entre los árboles, invitándome a bañarme, aunque sea invierno.

En la Serranía de Cuenca tienen playa. Está cerca de Cañamares y por primera vez parece un domingo real. Hay varias familias de picnic. Me meto en el río y trato de avanzar, pero el agua está helada y apenas aguanto. Pese al dolor, me meto varias veces más, pensando que algo va a cambiar, pero nada cambia y siempre acabo dándome la vuelta cuando escucho el ruido del autodisparador de la cámara.

No me gustan las rectas.

La vida recta aburre.

Me encantan los caminos vecinales. Entre La Frontera y Fresneda me encuentro a varias mujeres caminando al atardecer. Me dan ganas de andar junto a ellas, pero se me hace de noche.

En la entrada de Fresneda de la Sierra, Raimundo y Felicita contemplan el cielo sentados en un poyete. Él era taxista en Madrid, pero al jubilarse se vino a Fresneda porque no soportaba la M-30. Dice que si en el bar no me ponen nada de cenar, que baje a su casa y él me fríe un huevo. Pero en el bar El Torreón me sirven todas las patatas que quiera, y hasta postre.

Hay mucho crío montando escándalo. Dos grupos en torno a 18 años que no paran de pedir cubatas, gritar y comer pipas. Dejan todo patas arriba. He visto más gente en el bar que en los cuatro pueblos que he visitado hoy.

Isabel y Jesús son los dueños. Ella quiere vender el bar e irse a Cuenca con sus nietos. Él al principio parecía más esquivo, incluso borde, pero se va abriendo, hasta que acaba sentado a mi lado.

El bar se queda vacío y ellos exhaustos.

Mientras caminamos a oscuras por las calles de Fresneda, pienso que quiero pedalear de noche. Caigo rendido y a las siete de la mañana ya estoy de pie, sin desayunar, dando pedales, aún con las luces del pueblo encendidas. Quedan 43 kilómetros para Cuenca.