La mayoría de los cordobeses conocen Castilleja de la Cuesta por la multinacional sueca que cuenta allí con una de sus famosas tiendas de muebles. Pero pocos hasta ahora sabían que en esta pequeña localidad sevillana existe una discreta losa que, aunque parezca sorprendente, conecta nuestra ciudad nada menos que con la conquista de América. Se encuentra en el patio del colegio de las Irlandesas, pegado al convento Bienaventurada Virgen María, y en su epitafio tan sólo se lee una palabra: «Cordobés». Como cabe esperar, aquellos que se topan con ella por primera vez abren bien los ojos y preguntan al encargado de mantenimiento: «¿Quién está enterrado ahí?». La mayoría espera que se trate de algún personaje ilustre nacido en la ciudad de los califas, pero se equivocan. El inquilino de esta curiosa tumba no es una persona, sino un caballo. Nada menos que el legendario corcel que salvó la vida de Hernán Cortés, el conquistador de México, en su momento más complicado.

Cuando Cortés y su ejército llegaron a lo que hoy es México en 1519, el soberano Moctezuma II los recibió con cordialidad. El castellano bajó de su caballo Cordobés con la intención de abrazar al emperador azteca, pero de inmediato los nativos se abalanzaron sobre él, pues las costumbres locales impedían tocar al monarca. Luego conversaron sobre varios temas, y Moctezuma le habló de sus antepasados: hombres blancos, rubios, barbados y de buenas costumbres. Algo sumamente extraño, pues la descripción distaba mucho del aspecto medio de los mexicanos. Para aumentar la sorpresa de los españoles, durante los días siguientes comprobaron que los indígenas se confesaban y hacían la comunión, al igual que los cristianos a este lado del Atlántico. ¿Cómo podían tener ritos tan similares a los nuestros, si supuestamente Cortés era el primer europeo que pisaba aquellas lejanas tierras? ¿Quién se los había enseñado? En las crónicas de la conquista del Nuevo Mundo se recogen numerosos episodios que desconciertan a los historiadores, y que sugieren la posibilidad de que otros navegantes alcanzaran América varios siglos antes que Cristóbal Colón. Una popular teoría asegura que los caballeros templarios ya realizaban viajes transoceánicos en secreto en el siglo XII, con el objetivo de abastecerse de plata para financiar con ella la construcción de las catedrales góticas francesas -en mi libro Templarios (Luciérnaga, 2017) explico al detalle esta sugerente hipótesis, por la que cada vez se decanta un mayor número de expertos-.

En los primeros acercamientos entre Cortés y Moctezuma reinó la diplomacia, pero pronto se empezaron a torcer las cosas. Parte de los nativos desconfiaba de la amabilidad española, y tras las primeras revueltas, el castellano apresó al rey azteca para garantizar la neutralidad del pueblo. Los meses pasaron y la tensión aumentó en las calles. Moctezuma trató de calmar a sus súbditos desde la balconada de su prisión, pero estos, ante la supuesta complicidad de su gobernador con los invasores, le saetearon mortalmente con sus flechas. La rebelión azteca había comenzado. En la medianoche del 30 de junio de 1520, después de una semana de combates, los españoles decidieron huir con el tesoro de Moctezuma. Marcharon sigilosamente, aprovechando la oscuridad, cuidando de que los caballos no relincharan. Pero mientras se alejaban, una anciana dio la voz de alarma, y de inmediato empezó a retumbar el tambor de piel de serpiente del Templo Mayor. En pocos minutos comenzaron a surgir de entre la niebla bravos guerreros aztecas con las caras pintadas, y la laguna que les rodeaba hirvió de canoas. En la retirada, bajo una lluvia de flechas, algunos soldados no quisieron soltar los tesoros que portaban, lo que les ralentizó en su escape. Estos murieron ricos. Hernán Cortés, sin embargo, se deshizo de todo cuanto llevaba encima, incluida su pesada armadura, y gracias a la potencia de su caballo Cordobés logró salvar la vida por los pelos.

Después de compartir aquella peligrosa aventura americana, Cortés trajo su corcel a España y, tras liberarlo de silla y riendas, pasó junto a él sus últimos meses de vida en el palacete al que me refería más arriba, el actual colegio de las Irlandesas. Al conquistador se le detuvo el corazón a los 62 años, y en la finca del Aljarafe sevillano aún existe una estela delante de la puerta de una habitación, donde se señala: «Aquí murió el gran conquistador de Méjico en 1547». Si desea realizar una visita a este edificio del siglo XVI, le recomiendo que contacte primero por teléfono. No sea tan inconsciente como quien escribe estas líneas, que se plantó en Castilleja de la Cuesta sin avisar para hacer la foto que ilustra el artículo, y por poco se tiene que volver a Córdoba de manos vacías.

(*) El autor es escritor y director de ‘Córdoba Misteriosa’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net