Para el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española el salmorejo es una «especie de gazpacho que se hace con pan, huevo, tomate, pimiento, ajo, sal y agua; todo ello muy desmenuzado y batido para que resulte como puré». Y como suele ocurrir cuando se simplifica, en esa definición se confunde el salmorejo cordobés con la porra antequerana y se excluyen las más desconocidas y ancestrales versiones del salmorejo que, justamente por no contener tomate, reciben el nombre de mazamorras. La verdad es que por los innumerables matices del salmorejo en cada localidad cordobesa existe notable controversia sobre su mejor fórmula. De hecho, en el año 2008 se creó una Cofradía del Salmorejo para velar por este emblema de la gastronomía cordobesa.

Cronológicamente, la primera versión en aparecer fue la mazamorra, palabra de origen árabe hispánico que define a una mezcla de pan del día anterior, aceite y ajo majada en el mortero. Una típica comida de supervivencia con alto valor calórico y cuyo origen en el tiempo se remonta a más de 2000 años, cuando el salmorium era uno de los alimentos principales de las legiones romanas, tanto por el convencimiento en aquel tiempo del poder del ajo para incrementar la fuerza física de los soldados como porque este ingrediente era muy recomendado como preventivo de las infestaciones por parásitos intestinales.

En el olivar andaluz siempre se dijo que la mazamorra era la base de la alimentación de los vareadores de aceituna, de forma que si para hacerla no sobraba pan del día anterior se sustituía por alguno de los tipos de harina de pobres existentes en Andalucía, como la de altramuces, la de habas secas e incluso dicen algunos que en el periodo de hambruna que siguió a la guerra civil se empleó hasta la harina de almortas.

Con la expansión en España durante el siglo XVIII del cultivo del tomate, este ingrediente se incorporó al salmorejo como modo natural de enriquecer, e incluso amortiguar, su bravío sabor a ajo. No obstante, el majado en mortero, o incluso su paso por la trituradora manual o chino, seguía proporcionando excesiva heterogeneidad palatal a esa deliciosa mezcla. Fue la difusión doméstica de las batidoras eléctricas a partir de los años 60 lo que primeramente revolucionó el salmorejo; se produjo su transformación en crema fría, algo que, como no podía ser de otra manera, ocurrió en el restaurante El Caballo Rojo de Córdoba a partir de 1970.

La siguiente vuelta de tuerca a la textura de los salmorejos se produjo a partir de 1990 con la llegada de la Thermomix. Entonces ya no era necesario pelar los tomates escaldándolos antes de añadirlos al salmorejo; podían emplearse íntegros (Juan Peña fue el primero en hacerlo) para que conserven su piel muy rica en licopenos, moléculas de moda por sus grandes propiedades antioxidantes y preventivas del cáncer. Y, sobre todo, ya no era imprescindible añadir yema de huevo rica en lecitina al salmorejo para montar una crema similar a mayonesa; la Thermomix lo hacía sola, incluso a partir de ingredientes más sofisticados que el tomate, como diversos frutos secos o tropicales, lo que favoreció la aparición de una increíble gama de nuevos salmorejos, donde de nuevo Juan Peña fue pionero.

Yo conocí a este singular personaje a finales de la década de 1990 con motivo de mi incorporación como crítico a la guía Lo Mejor de la Gastronomía dirigida por Rafael García Santos. En aquel tiempo, su típico mesón siempre estaba atestado de una fiel clientela. De Juan Peña me impresionó su bonhomía, su buen hacer tras la barra, con ese espíritu senequista que siempre llevó a gala, y su estrecho vínculo con el flamenco, bien reflejado en la particular decoración del local.

La cocina casera que allí siempre se ofreció era honesta a más no poder, con sabores primigenios y castizo sabor: embutidos caseros, palitos de berenjena, alcachofas al natural, ensalada de naranja con bacalao, mojama, ventresca de atún o alubias con bonito, la diversidad de croquetas caseras; o los contundentes guisos, tanto del día como en esparragados de cardos o espinacas, la sangre encebollada con tomate, los tradicionales callos y, como no, su excelente rabo de toro.

Pero por lo que realmente Juan Peña merece pasar a la posteridad y, por qué no, mediante un monumento a la revolución del salmorejo cordobés que el protagonizó, es por haber innovado esta tradicional sopa fría hasta convertirla en una sedosa textura con decenas de sabores diferentes que sigue maravillando al aficionado a la buena cocina.

Porque al emplear la Thermomix como texturizador del salmorejo, Juan Peña descubrió que lo adictivo de su fórmula no eran los ingredientes de la crema fría por él fabricada sino su flavor. Según la International Organization for Standarization (ISO), flavor es: «Una compleja combinación de sensaciones olfativas (70%), gustativas (20%) y trigeminales que se perciben durante la degustación de los alimentos y que puede ser influenciada por las percepciones táctiles, térmicas, dolorosas y/o cinestésicas concomitantes». De este modo, Juan Peña pronto descubrió que la Thermomix permitía una perfecta gelificación del almidón del pan con la grasa del aceite de oliva y las lectinas del tomate (o de otros frutos y verduras), lo que sumado a la amarga y sutil aspereza del zumo de la aceituna y los toques de acetaldehído del vinagre de Montilla-Moriles, permitían que la textura de la excelsa crema trascendiera sobre los propios ingredientes que la componen.

De este modo y de las manos de Juan Peña surgieron los primeros salmorejos sin tomate, como los de espárragos, almendras, avellanas, cacahuetes, altramuces, anacardos, remolacha, etc., muchos de ellos más próximos a la mazamorra, pero sin duda con esa maravillosa cremosidad y textura que nadie trabajó en la Thermomix como este innovador mesonero. Podría decirse que Juan Peña fue al salmorejo lo que Ferrán Adrià a las tradicionales cremas frías, a partir de las cuales surgieron esas espumas, aires y gelatinas que en El Bulli a todos nos maravillaron.

(El autor es catedrático de Anatomía Patológica de la Universidad de Granada y gastrónomo)