El vuelo intercontinental que nos lleva al extremo oriente tarda doce horas en hacer la travesía de 9.000 kilómetros, que es la distancia entre Amsterdan y Osaka. En el mapa electrónico del avión, nos impresiona ver cómo sobrevolamos la vieja Europa y la imponente Siberia rusa. También dejamos atrás Mongolia, la inmensa China y el mar de Japón. Confieso que tantas horas de vuelo pueden resultar agobiantes, pero merece la pena, porque al final nos espera el legendario país del sol naciente.

Aterrizamos en Osaka, la tercera ciudad más grande de Japón, después de Tokio y Yokohama. En los últimos años se ha convertido, junto a Tokio, en puerta de entrada de los occidentales al país nipón. Destaca por su arquitectura postmodernista, que está cambiando el paisaje urbano. Visita obligada al edificio Umeda Sky, coronado por el mirador del Jardín Flotante. Un rascacielos futurista, con escalera mecánica acristalada, que sube hasta la planta 39. Una vez en el mirador, a 173 metros de altura, podemos contemplar una impresionante panorámica de esta gran urbe industrial y mercantil, que es célebre por su extravagante vida nocturna. Y desde Osaka a Kioto, hacemos parada en el templo Todai-ji, la mayor estructura de madera del mundo, que alberga el Gran Buda de Nara, de 16 metros de altura. Un conjunto histórico y arquitectónico que anuncia las maravillas que nos esperan en Kioto.

Kioto, patrimonio

Y es que Kioto, la vieja capital imperial de Japón, ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad por haber conservado y restaurado con esmero sus templos y castillos medievales. Destaca el castillo de Nijo, decorado por los mejores pintores de la escuela Kano, que dibujaron cerezos en flor en sus puertas correderas y grandes felinos en sus amplias paredes. Para entrar en el recinto, los turistas tenemos que descalzarnos y comprobamos los sonidos que emiten los llamados suelos de ruiseñor, que alertaban sobre las pisadas de posibles intrusos. Este castillo fue donde el último samurai Tokugawa se rindió en 1867 ante el emperador Meiji. Los samuráis surgieron en el siglo IX, cuando la Corte imperial de Kioto delegó la defensa del territorio en estos campesinos guerreros. Se regían por un estricto código de lealtad, inspirado en el budismo zen, que incluía el suicidio ritual, popularmente conocido como harakiri, la forma más honrosa de morir para un samurai. Con el tiempo, formaron dictaduras militares, que llegaron a desafiar el poder del propio emperador. Aunque, finalmente, se impuso la institución imperial.

En nuestra visita a Kioto, no puede faltar un paseo por el jardín del Pabellón Dorado, a ser posible cuando los árboles están decorados por los colores ocres y amarillos del otoño. Y al final del camino, el reluciente pabellón, revestido con pan de oro, que refleja en el lago su impresionante silueta. Sin embargo, es tal la masificación de visitantes y grupos escolares, que resulta difícil encontrar un rato de tranquilidad en el paseo. Algo parecido ocurre cuando visitamos el Santuario Fushimi Inari, de tradición sintoísta, religión autóctona de Japón, y consagrado a la diosa del arroz y del sake. Conocido por su avenida de centenares de toriis o arcos pintados de color rojo, que fueron donados por comerciantes para pedir a la diosa Inari la prosperidad de sus negocios. Lo cierto es que Kioto está lleno de lugares encantados, como el Bosque de Bambú o el Paseo del Filósofo, que es mejor recorrerlo en primavera, con los cerezos en flor.

Tampoco podemos irnos de Kioto sin dar un paseo urbano por los barrios de Gion y Higashiyama, en la otra ribera del río Kamo. Tenemos que perdernos por sus callejones, buscar en el crepúsculo el famoso pasadizo Pontocho, explorar los templos y deambular entre sus viejas casas para empaparnos de la riqueza cultural de esta ciudad. Y, con suerte, podremos ver, paseando por algún callejón, a sus célebres geishas. Vestidas con kimono de bellos estampados, con pelo azabache, peinetas ornamentales y adornos de jade, de cara blanca y labios rojos, que son los ideales de la belleza nipona. Son animadoras profesionales, instruidas en las artes tradicionales. Se especializan en danzas clásicas con abanico o interpretación musical con distintos instrumentos, como el shamisen, una guitarra de tres cuerdas originaria de Okinawa. Es una profesión con tres siglos de antigüedad, pero ha sufrido cierto desprestigio a causa de las llamadas geishas onsen, que ofrecen artes más sexuales que tradicionales. Por eso, las autenticas geishas de Kioto prefieren llamarse geiko, que significa hija de las artes; y las más jóvenes, que aspiran a convertirse en geisha, son conocidas como maiko. Muy celosas de su intimidad, no les gustan las fotografías y, por este motivo, huyen ante la presencia de turistas.

Alpes japoneses

Desde Kioto, podemos hacer en autocar la ruta conocida como los Alpes japoneses, a través del imponente Valle de Kiso, rodeado de montañas con 3.000 metros de altitud. Pasamos por pequeños pueblos de madera, como Magome y Tsumago, que parecen anclados en el periodo Edo (1603-1868); es decir, la época feudal anterior al imperio. Eran antiguas aldeas de postas, que servían para dar alojamiento a los viajeros de entonces y que hoy viven del turismo. Aquí podemos degustar las típicas bolas de arroz y los sabrosos dulces de castaña y caqui. La siguiente parada en Takayama, célebre por su industria maderera, por la pureza del agua, que resulta idónea para la destilación del sake y, sobre todo, por su Matsuri, el festival de carrozas más conocido de Japón, llevadas por lugareños ataviados con trajes típicos. Se celebra dos veces al año: en primavera, con motivo de la siembra, y en otoño, para pedir una buena cosecha. Y más tarde, llegamos a Shirakawago y sus típicas casas gassho-zukuri, llamadas así por sus tejados de paja, robustos y en pendiente, diseñados para sopor

tar las fuertes nevadas en esta región montañosa. Son casas construidas sin clavos, es decir, con vigas de madera atadas exclusivamente con cuerdas, y dotadas de un magnífico sistema de luz y ventilación. En una de estas casas gassho-zukuri nos dan la bienvenida con la ceremonia del té, que es símbolo de hospitalidad, y los japoneses realizan con un refinado protocolo de tradición budista.

Primeras nieves en el monte Fuji

Continuamos la ruta en autocar, con nuestra guía Miki, que aprovecha el trayecto por carretera para darnos clases de lengua. Nos enseña algunas palabras en japonés, como Ohayo y Arigató (hola y gracias), importantes en una sociedad que cuida el protocolo y utiliza una reverencia para saludar. También nos habla de la historia y geografía de Japón, un archipiélago formado por más de 6.000 islas y un centenar de volcanes activos, siendo el monte Fuji, con 3.776 metros de altitud, el techo del país asiático. Para contemplarlo, nos dirigimos al pueblo balneario de Hakone, en el Parque Natural de los Cinco Lagos que rodean al Fuji, zona declarada Patrimonio de la Humanidad. Pero no es fácil, advierte Miki, pues lo más probable es que el gran volcán esté cubierto por las nubes. Esta vez, sin embargo, tenemos suerte y nos llevamos en nuestras cámaras la espectacular imagen del Fuji, blanqueado por las primeras nieves.

Hace un siglo, nos dice Miki, el Fuji estaba considerado como una montaña sagrada, prohibida a las mujeres, y a la que sólo podían subir monjes y peregrinos. Hoy, en cambio, son miles de montañeros los que practican senderismo en los meses de verano, en este gigantesco volcán, inactivo desde 1707. Naturalmente, la cumbre no es un pico, sino el borde de un cráter, que tardamos una hora en rodearlo. Y si llegamos a la cima, encontraremos el santuario Sengen, una estación meteorológica y una oficina de correos que nos permitirá enviar una postal a los amigos, desde el mítico monte Fuji, símbolo de Japón.

Más tarde, navegando por el lago Ashi, logramos hacer, desde el barco, nuestra última foto del monte Fuji y, para celebrar el éxito, nos damos un baño en un onsen de Hakone, que es como llaman los japoneses a las piscinas de aguas termales de origen volcánico. Antes del baño, hay que lavarse y frotarse bien con jabón, pues es obligatorio bañarse desnudo, sin más atuendo que una pequeña toalla. Por supuesto, unas piscinas son sólo para hombres y otras, sólo para mujeres. La experiencia, que tiene un fin terapéutico de relajación, es reconfortante e inolvidable.

Tokio, el coloso tecnológico

Y desde la apacible ciudad-balneario de Hakone, nos vamos a la mastodóntica y estresante Tokio, capital de Japón, a orillas del río Sumida. De los 127 millones de habitantes que tiene el país nipón, más de 37 millones se concentran en su área metropolitana, es decir, casi uno de cada tres japoneses. La antigua aldea pesquera de Edo, rebautizada como Tokio y convertida en capital en 1868, destruida por un terremoto en 1923 y devastada por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial en los años 40, se ha transformado hoy en la mayor aglomeración urbana del planeta. Es una ciudad tecnológica y con uno de los mejores transportes públicos del mundo. Por ejemplo, el famoso tren-bala recorre, en solo cinco horas, los 800 kilómetros que separan Tokio de Hiroshima. El tren-bala, que comunica el norte con el sur del país, a 350 kilómetros por hora, es la columna vertebral del transporte público nipón. Los japoneses, que son líderes mundiales en transporte ferroviario, ya están diseñando una nueva generación de trenes-bala, que podrían alcanzar una velocidad de hasta 800 kilómetros por hora. Y para conocer la capital, disponemos del Metro de Tokio. Eso si, nuestra guía Miki advierte que es una gigantesca tela de araña en la que es fácil enredarse. En cuestión de transporte, el turista encuentra a su mejor aliado en el tren circular JR Yamanote, que rodea la ciudad y tiene paradas en algunos de los lugares y barrios más emblemáticos de la capital nipona.

Empezamos nuestro recorrido subiendo a la torre de Tokio para ver una panorámica espectacular de la inmensa urbe. Es parecida a la torre Eiffel, construida en 1958 y con 333 metros de altura, es decir más alta que su gemela parisina. Un ejemplo de la obsesión japonesa por competir con occidente. Y en la distancia se ve mejor, pues está pintada de rojo, el color de Japón. Desde la torre, podemos contemplar, a vista de pájaro, la gran bahía de Tokio y su animado puerto comercial, con el skyline de rascacielos que nos recuerda a Manhattan.

La travesía del río Sumida es otra experiencia alucinante, sobre todo en el barco futurista Himiko, diseñado por el dibujante Matsumoto, con ventanas panorámicas para disfrutar de cincuenta minutos de trayecto: desde el popular barrio de Asakusa hasta la isla artificial de Odaiba, navegando por debajo de puentes y autopistas. Desde el barco, pasamos por los preciosos jardines de Hama, con varios estanques de patos y el salón de té Nakajima, que fueron fielmente reconstruidos, tras el bombardeo de 1944. También pasamos por el mercado central de Tsukiji, que visitan miles de turistas. En esta lonja se puede degustar el mejor sushi y a buen precio. Y seguimos navegando para ver el contraste de las chabolas a orillas del río, donde viven los sin techo, con los grandes rascacielos de Shimbashi.

Yamanote Y LOS turistas

Ahora nos dirigimos en la linea JR Yamanote al Palacio Imperial, reconstruido tras los bombardeos de 1945, durante la Segunda Guerra Mundial. Los turistas buscan el Nijubashi, emblemático puente de piedra con dos arcos, para hacerse un selfi con la mejor vista del palacio, en el que reside el emperador Akihito con su familia. Podemos visitar el pabellón Hyakunin Basho, donde vivían los cien samurais que vigilaban el castillo en el periodo Edo (1603-1868). Y pasear por el jardín Ninomaru, diseñado en 1630.

De nuevo volvemos al tren circular Yamanote, esta vez con dirección a Ginza, el barrio del centro de Tokio con mayor influencia de occidente. Y después nos vamos a Akihabara, el barrio de la electrónica y del manga, que es como se dice cómic en japonés. Este barrio es muy visitado por los turistas para comprar las últimas novedades en cámaras digitales y videojuegos o jugar en salones recreativos. Pasear por sus calles es como andar por las páginas de un manga. Disfrazadas como personajes de cómic, las famosas Lolitas nos animan a entrar en cafeterías, bares o restaurantes temáticos. Nos decidimos por un café-manga y encontramos a estas chicas adolescentes, que se ganan unos yenes sirviendo de camareras. No quieren fotos, pues parece ser que trabajan sin conocimiento de sus padres. Corre el rumor de que algunas Lolitas practican el Joshi Kosei, algo así como colegialas de compañía, y podrían estar en el límite de la legalidad. Esta práctica es vigilada por la policía, pero las autoridades niponas reconocen que es difícil erradicarla.

Y tras visitar la estridente meca del manga y de los juegos electrónicos, nos viene bien un poco de meditación en el santuario de Asakusa Kannon, el templo budista más sagrado y espectacular de Tokio. O bien relajarnos en los célebres jardines de la capital nipona, como Ueno, Shiba o Koichikawa, que son los pulmones de esta metrópolis superpoblada, ruidosa y acelerada. Los jardines japoneses surgieron en torno a los santuarios sintoístas, que promueven el amor por la naturaleza. Los llamados jardines de paraíso o de paisaje seco han sido diseñados para la contemplación desde un punto estático. En cambio, los jardines de paseo o de té se han creado para recorrerlos a pie. Y algunos jardines tienen como objetivo causar impacto visual en una estación concreta, por eso deben ser visitados en primavera, cuando están blanqueados por los cerezos en flor, o en otoño, con las hojas ocres de los arces.

En Nikko, cerca de Fukushima

Un vez relajados, nos queda una excursión pendiente, en autocar, al centro sintoísta de Toshogu en Nikko, a unos 150 kilómetros al norte de Tokio. Más de 14.000 artesanos trabajaron durante dos años construyendo, tallando, dorando y pintando este recinto arquitectónico de estilo Momoyama. Los japoneses practican aquí una especie de sincretismo, que mezcla la filosofía sintoísta, originaria de Japón, y la budista, importada de China. Por cierto, estamos a 176 kilómetros de Fukushima, la ciudad que sufrió un accidente nuclear provocado por el terremoto de 2011. Una tragedia que dejó 20.000 muertos, a causa del tsunami posterior. Hace tan sólo siete años de esa catástrofe y en el grupo de turistas surge la duda sobre la radiactividad. Nuestra guía Miki nos tranquiliza. Nos recuerda que el gobierno japonés ha impuesto un perímetro de seguridad de 50 kilómetros en torno a la central nuclear y que el escape de radiación esta bajo control de un equipo científico de la Universidad de Kioto. En Nikko no hay ningún peligro. De hecho, son miles de turistas los que visitan a diario este recinto, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1998. De vuelta a Tokio, Miki nos dice que los japoneses están acostumbrados a convivir con los terremotos, muy frecuentes en el país nipón, por estar situado en el cinturón de fuego del Pacífico. La alta actividad telúrica, cinco grandes terremotos en los últimos 15 años, ha obligado al gobierno japonés a desarrollar un avanzado sistema antisísmico en edificios.

Y para pasar nuestra última noche en Tokio, podemos elegir un espectáculo con luchadores de sumo en el Estadio de Riogoku, el deporte nacional nipón, que es una especie de baile de gigantes. Aunque las ofertas de ocio son incontables: como una exhibición de artes marciales y conciertos de música tecno o clásica. Otra opción, probar nuestra voz en una sala de karaoke, que está de moda entre la juventud japonesa, o visitar Shibuya, conocida como la ciudad de la juerga, donde encontramos las últimas novedades en comida, música y aparatos electrónicos. Tokio también se divierte en los pequeños bares de Golden Gai o en el barrio rojo de Kabukicho. Y para superar la resaca, los japoneses utilizan los llamados hoteles-cápsula, con pequeños dormitorios que son como nichos y a los occidentales nos producen claustrofobia. Nosotros, en cambio, preferimos despedirnos de la capital nipona con una representación del llamado teatro popular kabuki, que se caracteriza por su exquisita escenografía, historias emotivas e impresionante vestuario. ¡Sayonara Japón!