Más de diez millones de turistas viajan cada año a Hiroshima, la ciudad del terror atómico que se ha convertido hoy en símbolo mundial de la paz. Lo primero que hacemos es visitar el Gembaku Domu, antiguo Pabellón de Fomento de la Industria, único edificio de la vieja ciudad devastada, que permanece en pie. Y lo que más nos impresiona es lo que queda de su cúpula, un esqueleto metálico que nos recuerda el brutal impacto de la gran bomba. Estamos en el punto cero, en el que se produjo el primer ataque nuclear de la historia. La bomba atómica fue arrojada por Estados Unidos desde un bombardero B 29, bautizado con el nombre de Enola Gay. Explotó el 6 de agosto de 1945, a las 8:15 de la mañana, para forzar la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial. La zona arrasada, que en 1945 era el corazón político y comercial de la ciudad, se ha transformado hoy en el Parque de la Paz, que rinde homenaje a las víctimas de Little Boy (pequeño niño en inglés). Con esta ironía llamaron los estadounidenses a la bomba que sembró el horror en Hiroshima. En este parque conmemorativo, sentimos un escalofrío ante el túmulo que alberga las cenizas de miles de personas abrasadas por la bomba y nos emociona la llama de la paz. Más tarde, nos unimos al homenaje que un grupo escolar hace a Sadako Sasaki, una niña de doce años que sobrevivió a la explosión atómica. La pequeña Sadako enfermó de leucemia a causa de la radiación y pensó que si hacía mil grullas de papel podría curarse, pero murió antes de conseguirlo, convirtiéndose en el símbolo de las víctimas. Nuestra visita a Hiroshima termina en el Museo de la Paz, donde podemos conocer con detalle los efectos de la explosión atómica sobre la ciudad. Imágenes desgarradoras, un triciclo infantil destrozado o el vestido de una niña que se desintegró sobrecogen. Los grupos escolares que visitan el museo toman conciencia del horror de la guerra y del terror atómico, para que no se repita nunca más.