Hace poco recibí en el móvil un mensaje de unos amigos. Se trataba de la foto de una pequeña artesanía, que en un principio pensé que habrían capturado en cualquier comercio tradicional de la Judería. Pero enseguida me aclararon que se encontraban de vacaciones en Grecia, y que la imagen fue tomada en un mercadillo helénico. ¿Cómo podía haber tanta similitud entre el trabajo de los orfebres griegos y los nuestros, tratándose de dos regiones tan alejadas geográficamente? Movido por la curiosidad comencé a investigar, y pronto descubrí que la explicación podía estar en un suceso ocurrido hace nada menos que doce siglos. Un asombroso episodio histórico que arrancó aquí con un motín, y terminó allí de forma completamente inesperada.

Corría el año 818 y la capital de Al-Ándalus vivía días convulsos. Alhakén I, nieto de Abderramán I y el más déspota de los omeyas, no paraba de elevar los impuestos, oprimiendo cada vez más a su pueblo. Uno de los barrios más afectados era el populoso arrabal de Sequnda, situado en el actual barrio de Miraflores, donde se concentraban las clases más humildes. Sus ciudadanos, mayoritariamente mercaderes y artesanos, consideraban ilegales los nuevos tributos impuestos por el soberano, y condenaban con dureza la forma caprichosa en la que derrochaba las sumas obtenidas. Los disturbios se sucedían, la situación estaba a punto de explotar.

Un mal día de marzo, un mameluco de la guardia personal del emir exigió a un maestro armero del citado arrabal afilar su espada de inmediato. Ante su negativa, el desafortunado artesano fue atravesado por el frío acero del arma que debía reparar, dando lugar a graves revueltas. Alhakén I fue insultado y apedreado por la calle y, como venganza, no tardó en ejecutar a los cabecillas de la protesta. La respuesta del pueblo fue aún más violenta: una muchedumbre exaltada cruzó el Puente Romano, arrollando por el camino a la guardia real hasta rodear el alcázar andalusí. El omeya, atrincherado en su palacio, ordenó al ejército que arrasara las casas del arrabal, seguro de que allí se habrían quedado las mujeres y los niños. Las huestes tuvieron que recular, y durante tres días, los vecinos del barrio fueron pasados a cuchillo. Sus negocios y viviendas, saqueados e incendiados. Más de dos mil civiles fueron asesinados, y trescientos líderes de la insurrección, crucificados a orillas del Guadalquivir. Para evitar que en el futuro volviera a ocurrir algo parecido, el gobernante decretó expulsar a los supervivientes y demoler las pocas casas que habían quedado en pie, dejando la zona convertida en un solar. Unas veintidós mil familias desprovistas de todos sus bienes partieron al exilio. Siete mil de ellas cruzaron el estrecho y fueron acogidas en Fez (Marruecos), fundando allí el arrabal de los Andaluces. El resto, una caravana formada por más de noventa mil personas, continuó su penoso éxodo por el desierto, enfrentándose a los bereberes, sufriendo las inclemencias del tiempo, luchando contra los beduinos y padeciendo el azote de las epidemias. Guiada por Abu Hafs al-Ballutí, un natural de Pedroche, la expedición cruzó el norte de África y alcanzó Egipto, muy diezmada pero altamente motivada. Su entusiasmo y cohesión les valió para conquistar Alejandría, donde el caudillo pedrocheño proclamó una república independiente. Poco les duró la alegría, pues al cabo de unos meses se enfrentaron a los abasíes, el clan dominante en Oriente -se ve que se vinieron demasiado arriba- y cayeron derrotados.

A nuestros irreductibles paisanos no los detenía nada, y tras ser expulsados del país del Nilo decidieron echarse a la mar. Abu Hafs y el resto de proscritos continuaron su aventura por el mar Egeo, donde en 827 pusieron en jaque al invencible imperio bizantino y conquistaron Creta. Una vez asentados en la isla griega evitaron repetir el mismo error, y en lugar de enfrentarse a los poderosos abasíes eligieron convertirse en sus tributarios.

A más de dos mil kilómetros de casa, los desterrados al fin pudieron cumplir su sueño: recrear su añorada Córdoba, recobrar sus costumbres y salvar su identidad como pueblo. Abu Hafs fue elegido el primer emir de una dinastía que dominó Creta durante siglo y medio, y que regeneró la maltrecha economía de la isla. Los exiliados del arrabal de Sequnda acuñaron su propia moneda, implantaron la industria de la seda, impulsaron el comercio exterior y crearon una potente flota que controló el Mediterráneo oriental hasta el año 961.

Esta odisea explica que todavía hoy parte de la cultura, la artesanía y los cultivos cordobeses estén presentes en las islas griegas. Y de paso, la curiosa foto que mencioné al principio.

Esta singular proeza viene a recordarnos, una vez más, el poder de un pueblo que se mantiene unido ante la injusticia. Sirva este modesto artículo como homenaje a esos héroes que forman parte de la historia universal, y que merecen ser admirados y respetados por todos los cordobeses.

(*) El autor es escritor y director de Córdoba misteriosa. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net