El guadamecí es un camino lento y largo hacia el Paraíso, que se convierte en edén por sí mismo aquí en la tierra.

El guadamecí omeya es una oración continua, llena de luz, que sufre, entre ramas y hojas de plantas divinas, noches oscuras; que asciende, a través de un laberinto simétrico, hacia el Jardín Eterno.

El guadamecí de Córdoba es un espectáculo de formas que desemboca en belleza y en la Belleza. Es un encuentro con Dios, tanto al crearlo, como al contemplarlo.

El guadamecí omeya es la milenaria búsqueda de la transmutación de los metales; de conseguir el oro, la riqueza, el poder, uno de los grandes sueños del hombre. El guadamecí, esa pieza de cuero plateada que se cubría de pintura dorada, que la realizaban en las Casa de los Oficios de Medina Azahara los alquimistas como recuerdo de los afanes de sus antecesores; pero era pintura de oro sobre plata.

El guadamecí es la constante búsqueda del hombre de la riqueza en la tierra y de la espiritualidad que alcanza en el cielo.

Y el guadamecí omeya, desaparecido hace siglos, regresó de nuevo a Córdoba en la segunda mitad del XX de manos de Ramón García Romero, que legó su trabajo de miles de horas para la conformación de un museo único, dedicado a este arte suntuario, nacido en la Córdoba de los Omeyas. Es la Casa Museo del Guadamecí Omeya. Exposición de Ramón García Romero y José Carlos Villarejo García.

Un arte que se dice nació en la ciudad norteafricana de Ghandara, allá por el siglo VIII, como tratamiento exclusivo de las pieles, a las que doraban o plateaban. Esta artesanía se vio superada en el siglo X en la Córdoba omeya, gracias a la alquimia de los cordobeses, sufriendo la piel de oveja una transmutación, pasando de ser artesanía a arte. Para José Carlos Villarejo, director del museo y artista del guadamecí, heredero de las técnicas y filosofía de su tío Ramón García, el Islam en Córdoba «fue luz y desarrollo». Y esa luz se recogió en la cultura y la ciencia de la ciudad de la Mezquita, realizando obras de arte sobre piel plateada que se caracterizaban por la brillantez, el colorido, la profusa ornamentación vegetal, el ferreteado «abusivo» (punzones con relieve que dejan la huella en el guadamecí), donde el dibujo rellena todo la superficie, sin dejar parte plateada libre. Y siempre una evocación al Paraíso, un Jardín que tiene como símbolo un árbol de raíces de oro y ramas de plata; o el árbol Tuba, el más grande del Edén, con raíz de perlas y ramas de topacio.

Y esta evocación paradisíaca, el bien para los creyentes y los justos, fue rescatada por Ramón García en toda su espiritualidad y grandeza, junto a las técnicas empleadas. Colorido, ornamentación vegetal profusa, sin dejar una micra de la textura plateada sin pintar, dibujar, pintar, ferretear y, principalmente, la superficie brillante «como un espejo», sobre la que trabajar. Este brillo engrandece al guadamecí, al que magnifican los colores, preparados también como hace ocho siglos, en base a formulaciones de esa época que realizó Ramón García y hoy continúa componiendo su sobrino José Carlos Villarejo, aunque siempre contextualizando. Estas reconstrucciones de pinturas son fundamentales para las gradaciones de colores en la obra. Así mismo emplean herramientas reconstruidas para transmitir la esencia del guadamecí omeya, una técnica que nació en la capital del califato para decorar los muros de las estancias nobles de Medina Azahara, que deslumbró a las embajadas de los reinos cristianos europeos y musulmanes del norte de África y Oriente, convirtiéndose en objeto apreciado por los poderosos, que reclamaban el guadamecí de Córdoba para embellecer sus estancias.

Dibujos vegetales o de animales permitidos, árboles que introducían sus cúpulas en el entorno del Paraíso, caligrafía cúfica que proclamaba la grandeza de Dios y color, mucho color. Pero Ramón García introdujo un mayor colorido y el óleo en estas obras suntuarias. Gárcía, hombre de profunda vida espiritual, interiorizó la clásica ornamentación califal, pero no la copió, volvio a crearla de nuevo, dándole a los guadamecíes omeyas una nueva vida, un aire tradicional, pero distinto. Enmarcó sus obras con dibujos geométricos, plantas y abundante vegetación, con intención no de cerrar sus creaciones, sino para engrandecerlas, proclamando de esta manera el triunfo del gudamecí califal de Córdoba.

Son cientos y miles de horas de trabajo las que llegan a conformar un guadamecí. Horas de gran tensión, intensidad y disciplina, en las que Ramón García fue creando el nuevo guadamecí omeya, cubriendo de plata la piel de oveja, dibujando con mística técnica, coloreando y ferreteando milímetro a milímetro la amplia extensión, marcando cada pequeño espacio con dibujos y motivos diversos incrustados en el alma del ferrete, extendiendo una oración en cada motivo vegetal, de la Mezquita o de Medina Azahara, e incorporando, en ocasiones, elementos cristianos o artísticos surgidos de la imaginación de García.

Fue creando obras admiradas por occidentales y orientales, que las adquirieron, decorando hoy las moradas de banqueros, artistas, personajes de la cultura y la empresa, tanto en Europa como en el norte de África y Oriente Medio, aunque salvaguardando ciertas creaciones que Ramón García no vendía -si alguien estaba interesado en ellas las reproducía con idéntica mística y técnica.

Eran las destinadas al legado que quería dejar para Córdoba. Un legado que enriquece un museo único en el mundo, la Casa Museo del Guadamecí Omeya. Exposición de Ramón García Romero y José Carlos Villarejo García.

La revolución del guadamecí

El guadamecí omeya continuó tras la conquista de Córdoba por Fernando III. Se hizo cristiano. Compitió con otras técnicas de trabajo en cuero como los cordobanes. Y desapareció. Ramón García lo rescató y dejó una espléndida obra en su museo; obras que no tienen precio, que no se venden, que conservan el espíritu omeya y que dimensionan el arte de Córdoba a nivel internacional.

Aunque la evolución de un arte tan celosamente custodiado durante siglos tuvo dos momentos de tensión creativa en los últimos años. La recuperación por Ramón García y la visión de su sobrino José Carlos Villarejo. que fue aprendiendo con su tío desde una edad temprana. Liberaba a Ramón de otros trabajos en cuero que le distraían de los guadamecíes -como el lomo del libro de firmas que su tío quería que fuera el registro principal del museo y que fue rubricado por primera vez por el dalai lama-. Villarejo fue creciendo en un arte que necesita de fe, confianza, paciencia y técnica. Un arte difícil de seguir, que solo se aprende con la ilusión de un deslumbrado aprendiz y que está lleno de disciplina, de horas infinitas y de difícil y lento camino.

Ramón García en el 2013. José Carlos Villarejo, su sucesor, finalizó algunas obras de su maestro. Remodeló de una manera adecuada el legado de su tío en el museo y lo dio a conocer, internacionalizando sus obras, que pasaron de ser una anécdota, como cuando expuso en 1984 en el Centro Internacional del Arte Contemporáneo de Paris, a ser el centro de atención como en la exposición que se inauguró el pasado mes de marzo en la Biblioteca Nacional de Rabat, organizada por la Fondation Sidi M’chiche el Alami, patrocinada por el rey Mohamed VI sobre Al Andalus, con guadamecíes omeyas de Ramón García y José Carlos Villarejo, que formarán parte del museo de Kenitra.

José Carlos plasma en la actualidad las tres culturas que convivieron en Al Andalus, un proyecto que hace que su vida esté basada en el guadamecí, sin caer en la tentación mercantilista, aunque sus clientes proceden tanto de Marruecos o Qatar, o turistas que entran en el museo y encargan copia de las obras expuestas o un diseño nuevo.

Villarejo se siente responsable de divulgar este arte suntuario, y lo hace desde una perspectiva internacional, con exposiciones, visitas guiadas o conferencias. Un museo moderno que guarda la esencia omeya, la evocación del paraíso, aportando también nuevas formas y motivos, pero sin perder la inspiración del paraíso, con piñas rectangulares, hojas más sencillas, colorido fuerte y contraste de tonalidades, ofreciendo coloración más volumétrica, jugando con la luz y el contraste, liberando zonas del guadamecí del ferreteo para realzar la pintura, con composiciones de mosaicos, óleos más modernistas y mayores contrastes.

El guadamecí nació y sigue naciendo en la tierra pero al final de los siglos lleva al cielo.