Madeira es fruto de un eructo volcánico que tuvo lugar en medio del Atlántico hace más de seis mil años. Su nombre deriva del clima subtropical que ha permitido una frondosidad insospechada. Descubierta por navegantes italianos, que ya le dieron denominación lignítica, antes de la llegada de los portugueses a Porto Santo, isla adyacente, en la primera mitad del siglo XV, la época dorada de los conquistadores ibéricos. Nunca después ha dejado de ser portuguesa.

Es la isla de la generosidad. Llena de agua por todas partes gracias a los reservorios de las montañas. Este es el hecho casi oculto que está detrás de una vegetación pasmosa, rica y variada, que le dan valor añadido respecto a otras islas situadas en medio del Atlántico. Sus legendarios bosques son ya patrimonio de la Humanidad, según la UNESCO. Llena de una increíble variedad de flores y frutas tropicales que le confieren un perfil acogedor y amable. Llena de gente hospitalaria que tienen un compromiso personal con el visitante. Llena de túneles horadados en la roca volcánica que han hecho posible una red viaria que sorprende. Llena de infraestructuras de todo tipo que potencian la comodidad de los visitantes. Llena de infinitos hoteles que permiten duplicar o triplicar la población autóctona de un cuarto de millón de habitantes.

TERRITORIO DE CONTRASTES

Es también Madeira la isla de los contrastes. Recorriéndola de sur a norte, de este a oeste se cambia varias veces de clima, pero nunca con variaciones notables de temperatura. De un mar calmo en la ‘costa azul’ del sur a un Atlántico embravecido de la costa norte. De un sol radiante en la costa a una niebla persistente en las montañas. De un terreno abrupto pero aprovechado hasta límites insospechados para cultivos a las zonas yermas del altiplano central. De ser un destino turístico de playa a la no existencia de playas tal como se conciben ordinariamente. Tiene ‘playas’ de cantos rodados de considerable tamaño y arenas negras que son agresivas para ser usadas por bañistas.

La belleza de su costa es inenarrable. Se fundamenta en el contraste entre un mar de colores caribeños y la roca volcánica que cae sobre él; en algunos lugares con un perfil único como en el cabo Guirao, el acantilado más alto de Europa. Sorprenden también las piscinas naturales que roban trozos de mar al océano para hacerlo asequible a los bañistas.

El cuidado de los numerosos jardines, las flores plantadas en los bordes de todas las carreteras y la cuidada limpieza ayudan a que el visitante se sienta como en un paraíso.

Salvo en la zona hotelera de Funchal, la capital con edificios de estilo colonial que nos recuerdan a nuestras islas Canarias, pocos lugares de la isla tienen edificios altos. Las construcciones locales están muy dispersas y tienen en común tanto su baja altura como sus cubiertas con tejas de igual color que le confieren una increíble homogeneidad paisajística en las laderas de las montañas. De noche, la isla está salpicada de luces dispersas tanto de farolas como de las casas, que sorprenden al llegar en avión al aeropuerto ampliado con una prolongación arquitectónica con pilares lo que desvanece así la leyenda negra de su peligrosidad. De noche da la impresión de aterrizar en una zona en fiestas, llena de guirnaldas de colores.

Madeira, rica, variada, hospitalaria, limpia, amable y generosa. Destino turístico de excepción, poco explotado en los tiempos que corremos. Ser turista en Madeira es un privilegio. Ojalá no se masifique y se convierta en un Capri, Benidorm o Torremolinos cualquiera.