Antes de adentrarnos en la vida de Pablo Iglesias Posse, el fundador del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y de la Unión General de Trabajadores (UGT), he creído conveniente dar unas pinceladas sobre el mundo que le vio nacer y que vivió durante sus primeros años, comenzando por El Ferrol, donde nació el 18 de octubre de 1850. Paulino, así le llamaba su madre, Juana Posse, tendría un solo hermano, Manuelín, cuatro años más tarde. Así vio El Ferrol el cronista Borrov: «Apenas entré en esta ciudad se apoderó de mi alma la tristeza. La hierba crecía en las calles; por todas partes me daban en la cara las huellas de la miseria. El Ferrol es el gran arsenal marítimo de España y participa de la ruina de la en otro tiempo espléndida Marina española… La mitad de los habitantes de El Ferrol pide limosna, y dícese que no es raro encontrar entre ellos oficiales de Marina retirados, muchos inválidos, a quienes se deja perecer en la indigencia… una turba de pordioseros inoportunos me siguió hasta la posada y aún intentó penetrar en mi habitación». Y concluye seriamente: «En ninguna parte se manifiestan la miseria y la decadencia de la moderna España con tanta fuerza como en El Ferrol».

También era un poema trasladarse de El Ferrol a Madrid, ya que por aquellos años no había línea de ferrocarril, las carreteras se enfangaban en cuanto llovía y los viajes se efectuaban en diligencias con relevos de postas, lo que costaba mucho dinero, por lo que la gente muy pobre tenía que ajustar el viaje con arrieros o trajinantes, pagando según el peso y la distancia y entrando en el ajuste el derecho a subir en algún tramo el viajero en el carromato o en la caballería. Naturalmente, la señora Juana ajustó, viuda y sin medios ningunos, lo más barato. A Manuelín, con sus cuatro añitos lo acomodaron en el carro, y Paulino y la madre, andando a pie. Juan José Morato, el compañero y primer biógrafo, describe el viaje así:

«Eran más de cien leguas, teniendo que cruzar tres puertos: el de Piedrafita, en Galicia; el de Manzanal, en León, y el de Guadarrama, en la frontera de las dos Castillas. Fueron tres semanas de camino, quebrado y ameno, en Galicia y León; duro en los puertos; llano monótono en los pueblos de Zamora, Valladolid y Ávila. Tres semanas de aire, de sol, de libertad, de cruzar entre prados, castañares, pomaredas, encinares, pinos, viñedos, tierras en rastrojo que nunca concluían; por caminos revueltos bordeando barrancos insondables, y a veces junto a huertos con higueras, manzanos y perales, que brindaban sus frutos dulcísimos. Cada noche, en el anchuroso hogar del mesón o parador, la señora Juana aviaba la cena de la familia y tal vez la del arriero o cosario, una cena pobre y bien condimentada, acaso unas patatas con colas de bacalao, tan gustosas cuando las adereza el cariño y las espera el apetito abierto por la caminata. Después, en el suelo, sobre sacas de paja o sobre las ropas de uno de los atados, dormían abrazados la madre y sus pequeños. Tempranito, al ser de día, la señora Juana preparaba las sopas de ajo, aprovechando los mendrugos que sobraron el día anterior, y también la comida del mediodía, una tortilla de patatas metida en medio de un pan grande; y cuando ya estaba todo dispuesto, despertaba a los chicos, los hacía lavarse y peinarse bien, se comían las sopas en la sartén misma, y en marcha otra vez, ‘con la fresca’, si era posible. Al mediodía, alto en otro parador para comer y para echar un pienso al ganado, y si no se encontraba parador, se despachaba la pitanza a la sombra, junto algún manantial o regajo, mientras las caballerías engullían la ración de paja y cebada contenida en sacos».

¿Y qué Madrid encuentran aquella pobre viuda y sus dos desamparados hijos? Lo primero es que cuando va al encuentro de un hermano que estaba bien situado como empleado de los Condes de Altamira, le informan que había muerto dos meses atrás. ¡Y aquello sí que fue duro hasta para la valiente señora Juana! Pero, con los pocos reales que le quedaban se alquiló una habitación en la calle Morería, en el barrio de La Latina, en el que se amontonaban las casas y los pobres obreros en paro. Un cronista describe así el barrio en el año 1860: «En esa infinidad de casas donde se albergan los individuos de las clases pobres, no se encuentran sino motivos para tristes y dolorosas reflexiones. Divididas en grandes patios y en grandes corredores; llenos estos de habitaciones estrechas, sucias y oscuras, esas casas son generalmente otros tantos focos de aires comprimidos, y lo que es peor, incentivo para toda clase de malos pensamientos y peores obras… la mortalidad en Madrid, la parte más considerable pertenece siempre a los hijos pequeños de estos infelices jornaleros, que tienen sobre sí el castigo de dos miserias: la miseria de la escasez, hija de la falta de recursos, y la miseria de sus sucias y oscuras habitaciones, hija del corto número de casas que hay en Madrid, y de los mal distribuidas que se encuentran».

Otra imagen digna de resaltar es la que nos describe el Doctor Verdes Montenegro referida al Hospicio General de Pobres del Ave María, en el que vivirían los hermanos Iglesias sus primeros años en Madrid. Un relato escalofriante: «Niños durmiendo en el suelo en un caserón ruinoso en gran parte, mal vestidos e incluso descalzos, acogidos en un número mucho mayor que las plazas existentes y tan mal y escasamente alimentados que no podían definirse más que como hambrientos. En estas circunstancias no es extraño que la mortalidad (de estos en teoría niño sanos) superara el 65 por mil. El mayor número de óbitos se producía entre los niños de edades comprendidas entre los 5 y los 10 años, con un índice de mortalidad de 80 por mil, índice que en la población no aislada de la misma edad era de un 16’3 por mil».

Ahora recojo dos opiniones valiosas de dos personalidades ‘Grandes’ que le conocieron en vida.

Antonio Machado: «Los que somos ya viejos y empezamos a vivir muy pronto evocamos hoy, como uno de los más decisivos recuerdos de nuestra infancia, la figura del compañero Iglesias —así se le llamaba entonces—, de aquel joven obrero de palabra ardiente, de elocuencia cordial. Era yo un niño de trece años; Pablo Iglesias, un hombre en la plenitud de la vida. Recuerdo haberle oído hablar entonces —hacia 1889— en Madrid, probablemente un domingo (¿un Primero de Mayo?), acaso en los jardines del Buen Retiro. No respondo de la exactitud de estos datos, tal vez mal retenidos en la memoria. La memoria es infiel: no sólo borra y confunde, sino que, a veces, inventa, para desorientarnos. De lo único que puedo responder es de la emoción que en mi alma iban despertando las palabras encendidas de Pablo Iglesias. Al escucharle, hacía yo la única honda reflexión que sobre la oratoria puede hacer un niño: ‘Parece que es verdad lo que ese hombre dice. La voz de Pablo Iglesias tenía para mí el timbre inconfundible —e indefinible— de la verdad humana’».

Ortega y Gasset: «Los votos de Pablo Iglesias han henchido las urnas de virtudes teologales. Pablo Iglesias es un santo. Pablo Iglesias se ha ejercitado hasta alcanzar la nueva santidad, la santidad enérgica, activa, constructora, política. Es, junto a Francisco Giner, uno de los europeos máximos de España. (Porque) el socialismo es una ciencia, no una utopía ni una grosería es la idea organizadora de la Justicia».

Y ahora entremos en su biografía.