Recientemente compartí en estas mismas páginas varias leyendas del desaparecido cenobio de la Victoria, entre las que destacaba la aparición de un monje espectral ante algún miembro de su congregación. También traté en esta sección, tiempo atrás, los inexplicables sucesos que según numerosos senderistas siguen ocurriendo hoy en el abandonado monasterio de Santa María de los Ángeles, en Hornachuelos. En esta ocasión les traigo otra historia pelopúntica cuyo escenario vuelve a ser un templo cordobés, lo que me lleva a plantearme: ¿por qué lugares de meditación y recogimiento como conventos, iglesias y monasterios, cuentan habitualmente con numerosas historias de fantasmas?

Para conocer este nuevo caso debemos trasladarnos a la actual Plaza del Poeta Juan Bernier, en el tradicional barrio de San Lorenzo. Sobre este amplio espacio, casi siempre abarrotado de niños jugando a la pelota, se levantaba hace menos de cincuenta años el convento de Santa María de Gracia, otro de esos edificios cordobeses preñado de leyendas e historias fascinantes que no podemos dejar caer en el olvido. Su construcción comenzó a finales del siglo XV y fue derribado en 1974. Durante esos casi cinco siglos, numerosas vicisitudes lo han colocado en el centro de los comentarios de la sociedad cordobesa en repetidas ocasiones.

Por ejemplo el 29 de abril, Sábado Santo de 1642, cuando un voraz incendio se extendió por todo el inmueble, convirtiéndolo rápidamente en un auténtico infierno. Las monjas intentaron escapar, pero pronto comprobaron que enormes lenguas de fuego bloqueaban la única salida. Acorraladas por las llamas, y aturdidas por el humo inhalado, las religiosas se armaron de coraje y comenzaron a golpear la pared. Ayudadas por los vecinos que se encontraban al otro lado, este grupo de mujeres fue capaz de abrir un gran orificio en el muro norte del convento, escapando por la actual calle Arroyo de San Rafael de una muerte segura.

Las supervivientes estuvieron un mes alojadas en otro convento y, apenas volvieron a su casa, la desgracia volvió a cebarse con ellas. Ni dos semanas hacía que habían regresado a Santa María de Gracia cuando un terrible estruendo interrumpió repentinamente la celebración de la misa. Una inmensa nube de polvo lo cubrió todo, impidiendo la visión de los asistentes y desatando un caos tristemente familiar en el interior del malogrado templo. Entre gritos aterradores, la mayoría de los feligreses trataron de huir en estampida, pero la absoluta falta de visibilidad les impidió hallar la salida. La angustiante aglomeración de personas bloqueó la puerta, provocando magulladuras, aplastamientos y escenas auténticamente dramáticas.

Aún duraba la confusión cuando por fin la opaca nube comenzó a disiparse, permitiendo intuir que el coro alto del convento se había desplomado sobre las pobres monjas que cantaban frente al altar, y que ahora debían encontrarse bajo los escombros. La noticia corrió como la pólvora por las calles de nuestra ciudad, y de nuevo, numerosas almas voluntariosas acudieron al lugar sin pensar en el peligro que eso suponía. Guiándose por los lamentos, los vecinos comenzaron a levantar maderos, con la esperanza de encontrar alguna religiosa aún con vida. Cuál sería su sorpresa y regocijo al descubrir que bajo los cascotes, todas las monjas estaban ilesas, si bien con los hábitos destrozados y los naturales rasguños. Espontáneamente, los allí presentes se postraron de rodillas y comenzaron a entonar himnos religiosos, convencidos de que acababan de presenciar el milagro de sus vidas.

A estos llamativos sucesos hay que añadir la tradición que Ricardo de Montis incluyó en sus Notas cordobesas, y que hablaba de los supuestos fenómenos inexplicables que al parecer se producían en el interior de un patio de vecinos que formaba parte del citado convento. Era conocido como la Casa de la Fuente, porque en su corral tenía un pozo, y afirmaba el afamado periodista que ninguno de sus moradores era capaz de acercarse a él después de media noche. Los testigos aseguraban que siempre que lo intentaban se apagaba súbitamente la luz de su lamparilla, viéndose dominados por un miedo inexplicable que paralizaba hasta el último músculo de su cuerpo. Además, durante toda la noche se escuchaban lúgubres lamentos que estremecían el alma, y que cesaban al llegar el alba. La tradición popular responsabilizaba de estos fenómenos, sin fundamento alguno, a un duende, que era la forma que tenían en aquella época de justificar cualquier suceso que se saliera de lo ordinario. Creamos o no la hipótesis del martinico, lo que resulta evidente es que se trata de un caso más, otro, para una larga lista de edificios sacralizados donde se reportan situaciones aparentemente inexplicables. ¿Por qué? ¿Qué tienen estos lugares que los hace diferentes?

(*) El autor es escritor y director de «Córdoba Misteriosa». Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net