Decía el historiador Georges Dumézil que «un pueblo sin mitos está muerto». Los mitos ofrecen a la sociedad que los alberga y los difunde una carta de fundación, una forma de interpretar el mundo. Animan lo real, le dan sentido profundo y hasta condicionan su mera existencia, y de ahí que las fronteras entre lo legendario y lo real sean a menudo difusas.

Sobre esa certeza se construye la película que, situada a medio camino entre el biopic y el cuento popular, hace unas semanas proporcionó a los directores Jon Garaño y Aitor Arregi el Premio Especial del Jurado del Festival de San Sebastián. El asunto de Handia -que llegó a los cines este pasado viernes- es el Gigante de Altzo, considerado por los vascos como una figura esencial de su folclore y su identidad cultural. Muchos de ellos, sin embargo, ignoran que tras ella hay una persona de (mucha) carne y (mucho) hueso: Mikel Jokin Eleizegi, que hace poco menos de dos siglos se hizo famoso en toda Europa gracias a sus 227 centímetros de altura. Hay fuentes que le atribuyen hasta 242.

Acromegalia

Nació en 1818 en Altzo, en el corazón de Guipúzcoa. El cuarto de nueve hermanos, pasó la infancia y adolescencia rodeado de normalidad: trabajando en el campo, jugando a la pelota vasca, yendo a misa los domingos. Al cumplir los 20 años, sin embargo, empezó a crecer desmesuradamente víctima de la acromegalia, una forma de gigantismo en la que la secreción excesiva de la hormona del crecimiento se inicia en la edad adulta. Inmediatamente, muy a su pesar -según recuerda Handia, él se consideraba a sí mismo un «aborto de la naturaleza»-, Eleizegi se convirtió en algo así como un fenómeno local. Se dice que la circunferencia de su txapela era de 62 centímetros y la anchura de sus guantes de 33, y que sus abarcas medían 42 centímetros, el equivalente a un número 63 actual.

En aquella época un empresario estadounidense llamado Phileas Taylor Barnum se hizo famoso gracias a sus circos de rarezas, que atraían a miles de personas para admirar a mujeres barbudas, enanos, seres deformes y, cómo no, gigantes. La escasez generada por la guerra carlista impulsó a José Antonio Arzadun, vecino de Lecumberri (Navarra), a tomar ejemplo y formar una sociedad junto a la familia Eleizegi para exhibir al gigante por diversos pueblos. En virtud del acuerdo la empresa se comprometía a pagar a Mikel tres onzas de oro y a proporcionarle todo el tabaco que pidiese por su trabajo; asimismo aceptaba no embarcarle en ningún mar sin su consentimiento y a permitirle asistir a misa todos los días de precepto, estuviera donde estuviera.

De modo que el Gigante de Altzo comenzó a recorrer España, primero, y Europa después como una atracción de feria, exhibiendo sus 242 centímetros de envergadura y sus 203 kilos de peso vestido de turco o de general de la armada española, dando vueltas sobre sí mismo y permitiendo que la gente pasara bajo sus brazos en cruz para apreciar su enormidad. Actuó en Madrid para Isabel II, en Francia para el rey Luis Felipe, en Portugal para la reina María de la Gloria y en Inglaterra para Victoria I. Fue en Gran Bretaña, durante una convención de gigantes, que quisieron emparejarlo sentimentalmente con una mujer que al parecer le llegaba por la barbilla. Parece ser que la reacción de Eleizegi al respecto fue tajante: «Aita guazen Altzo-ra», fueron sus palabras. «Padre, vámonos a Alzo».

Tuberculosis pulmonar

Según la película, de regreso a su pueblo, el gigante siguió sufriendo terribles dolores mientras su cuerpo seguía creciendo. Murió con 43 años por una tuberculosis pulmonar. Su cuerpo fue enterrado en el cementerio de Altzo pero, cuenta la leyenda, que alguien robó sus huesos. Pese a ello, una vez enterrado siguió creciendo de forma imparable, aunque de forma simbólica. Uno de los efectos que la creación del mito acarrea es la magnificación de la realidad. Entre otras exageraciones, del Gigante de Altzo hoy se dice que bebía 23 botellas de sidra al día, y que necesitaba a diario una cantidad de comida suficiente para alimentar a tres personas adultas. Su anatomía asimismo invita a otras conjeturas más morbosas. En una escena de Handia, durante el encuentro del protagonista con Isabel II, la monarca pregunta abiertamente si todas las partes de su cuerpo tienen un tamaño proporcional, y es razonable suponer que buena parte de quienes pagaban por verle tenían la misma duda. «En la película hay datos reales y mucha ficción y en realidad no queremos que el espectador sepa con seguridad qué es cierto y qué no», explicaba Arregi en San Sebastián. La intención, añaden los directores, es hablar de cómo leyenda e historia se mezclan y cómo la una reconfigura la otra.

Por su propia naturaleza la leyenda tiene un alto valor metafórico, y a Handia las metáforas le rebosan por las costuras. En manos de Garaño y Arregi, por un lado, la historia de Eleizegi puede entenderse como la de un pueblo entero: la extrañeza irremediable de un hombre que habla una lengua distinta y se siente incomprendido parece conectar con la de todo el pueblo vasco. Por otro, el hombre cuya talla de pantalón cambia constantemente personifica una época marcada por la inestabilidad y la convulsión, en la que chocaron intensamente el antiguo régimen y la vida aldeana con un mundo cada vez grande pero cada vez más conectado. En palabras de Garaño, «encarna una reflexión sobre el modo en que el ser humano se ve abocado a cambios imparables». El hombre, pues, convertido en un símbolo, en un mito que se hace cada vez más grande.