En la Mezquita-Catedral de Córdoba, bajo uno de los púlpitos que enmarcan el Altar Mayor, numerosos niños se asombran ante la blanca escultura de un buey agonizante que yace en el suelo con las vísceras desparramadas y un cuervo negro sobre su lomo. Al ver su reacción, los abuelos aprietan orgullosos las manitas de sus nietos, mientras les revelan en tono cariñoso que se trata de un cabestro que participó en la construcción del vetusto edificio. Fue tal su esfuerzo, que al descargar la última pieza cayó reventado, y el pajarraco en su dorso es un ave carroñera que pretende alimentarse a costa de sus tripas.

Esta es una de las leyendas más escuchadas en los alrededores del altar principal de nuestro querido monumento, pero no por mucho repetir algo se convierte en realidad. Ni el primero es un buey, ni el segundo un cuervo, ni mucho menos hay vísceras esculpidas bajo el púlpito. La verdad es que se trata de un toro -un buey no es otra cosa que un toro castrado-, que es el símbolo del evangelista San Lucas, mientras que el ave es un águila, representación de San Juan. Y lo que parecen sus entrañas, figuran en realidad las nubes del Cielo, del que se supone que ha descendido. Esta escultura se sitúa precisamente aquí, bajo esa pequeña tribuna, para representar que el Evangelio se pronuncia desde el púlpito, y debe retumbar en el mundo con la misma potencia que el mugir de un astado. Como cabe esperar del edificio en torno al que ha girado la vida de una sociedad tan importante como la cordobesa durante siglos, la Mezquita-Catedral atesora una gran cantidad de leyendas, mitos y fábulas.

Aparte de la que acabo de relatarles, existe una tradición piadosa enormemente popular. Asegura que en tiempos de Abderramán I vivía en el barrio de Santa María un ferviente cristiano llamado Fernán Díaz, que trabajaba en una huerta cercana. Al parecer, se enamoró de una hermosa musulmana llamada Jarifa, y tras una larga relación secreta, le acabó proponiendo matrimonio. Ella aceptó, por lo que primero tuvo que convertirse al cristianismo sin el consentimiento de su familia. Cuando sus hermanos se enteraron del desagravio, no dudaron en jurar venganza, y el día del enlace penetraron en el cenobio acompañados de una turba de exaltados. A ella la amordazaron, la ataron, y la arrojaron al Guadalquivir para que tuviera una muerte rápida. Para algo era su hermana. Pero al bueno de Fernán le reservaron diversos suplicios, con los que pretendían dar ejemplo a todo el que pensara robar otra adepta al Islam: lo golpearon, lo torturaron, y lo colocaron junto a la puerta de la Mezquita Aljama, encadenado a una columna, para exponerlo al desprecio de todo el pueblo musulmán.

Parece que el cristiano no se arrepintió demasiado, y con paciencia, empezó a marcar con su uña los brazos de una cruz en el duro mármol de la columna. Este acto lo estuvo repitiendo en secreto un día tras otro, hasta que el crucifijo comenzó a hacerse cada vez más visible. Cuando sus captores se percataron de que Fernán estaba trazando el símbolo del cristianismo dentro de la casa de Alá, no dudaron en volver a castigarlo severamente. Primero le abrieron las uñas con palos para que no pudiera volver a usarlas; luego lo colgaron boca abajo y lo flagelaron; y finalmente, siguió la misma suerte que su prometida, pues lo lanzaron al río atado de pies y manos. Afirma la tradición que su cuerpo navegó a toda prisa a través del Guadalquivir para dar pronto alcance a su amada, cuyo cuerpo no se había hundido aún pese a haber sido arrojado varias semanas antes. Y así, juntos, fue como atravesaron a la vez las puertas del Paraíso. O eso al menos, eso es lo que sostiene el autor de este hermoso relato.

La cruz supuestamente grabada por la poderosa uña de este mártir, de unos diecisiete centímetros, aún se puede observar en una columna cercana a la Puerta de las Palmas. En el siglo XVIII se colocó junto a ella un pequeño retablo, con el bajo relieve de un hombre arrodillado, y una inscripción recogiendo la leyenda anterior. Lo más curioso es que nuestros abuelos estaban convencidos de que si acercabas una llama a la cara del cautivo, lloraba. Y si nos fijamos bien, veremos que el hombrecillo tiene el rostro desfigurado y ennegrecido, ya que durante décadas la gente no paró de acercarle mecheros para comprobar su reacción. Probablemente, el motivo de su llanto fuera ver lo descerebrados que son algunos.

(*) El autor es escritor y director de «Córdoba Misteriosa».

Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net