Pues sí. Desde ayer, estamos en Fuengirola. Recordarán ustedes, porque lo conté la semana pasada, que aprovechando unas gestiones administrativas que teníamos que hacer aquí, ya trajimos el vino y el aceite y otras cuantas cosas más, como el olivo bonsai, toallas, la tabla giratoria para los quesos, algunos accesorios de cocina, ajos, cebollas y limones. Recordarán también, a mí desde luego no se me olvida, que la cuestión terminó con una estupenda mariscada y unas deliciosas papas con choco. Podría pensarse que con este viaje complementario, el otro, el de ayer, resultó más descargado, pero no; por el contrario parece ser que cobramos nuevos ánimos para traer más cosas todavía. Así que todo se desarrolló como viene siendo habitual hasta donde alcanzan mis recuerdos.

HASTA LOS TOPES

A pesar de empezar a preparar y seleccionar el equipaje con tiempo; a pesar de haberlo hablado y razonado; a pesar de escribir listas y más listas de las cosas que son necesarias o imprescindibles, a pesar de nuestros buenos propósitos, en el último momento nos da como un ataque de locura y arramblamos sin miramientos con cuantas cosas se nos ocurren. Y eso que venimos a nuestra casa, que si viniéramos a otra, no sé lo que traeríamos. La cuestión es que terminamos con el coche hasta los topes de maletas, cajas, mochilas, portafolios, carteras y bolsas, que contienen libros, objetos de escritorio y ordenadores, además de cuatro seres vivos: mi madre, yo, el loro y la perra. No crean que este orden obedece al respeto por la racionalidad humana, muy dudosa en nuestro caso, sino al orden de las edades, de mayor a menor.

DISPARATADO EQUIPAJE

La nefasta relación existente entre los animales obliga a colocarlos los más separados posible, pues aunque el loro va en su caja transportín y la perra, está atrapada por su cinturón de seguridad, si pudieran, se enzarzarían en una pelea sin cuartel. Mi madre y yo también discutimos echándonos mutuamente la culpa de tan disparatado equipaje que, se me olvidaba, incluye un jamón de Fuente Obejuna.

Este año solamente hemos parado una vez, en la Fuente de la Hiedra, un alto que es casi obligado para los muchos cordobeses que se desplazan a las costas mañagueñas, al lado de la cual había un pequeño mercadillo donde compramos un melón y, un poco más allá, en la gasolinera donde repostamos, un paquete de patatas fritas de la Sierra de Yeguas (Málaga). Y aquí estoy, escribiendo y asediada por un ejército de cosas sin colocar.