En la tarde del Lunes Santo, medio mundo se sobrecogía ante las impactantes imágenes que llegaban de París a través de las redes sociales, y que mostraban la emblemática catedral de Notre Dame siendo devorada por voraces lenguas de fuego. En este artículo no pretendo incidir sobre datos de visitas turísticas o las polémicas donaciones de las grandes fortunas francesas que tanto han dado que hablar en los últimos días, sino que trataré de desvelar claves poco conocidas que convierten el monumento en uno de los grandes iconos del misterio en Occidente.

La primera, sin ir más lejos, tiene que ver con los templarios. Precisamente en la plaza adyacente fue donde Jacques de Molay, último Gran Maestre de la orden, fue abrasado vivo en la hoguera el 18 de marzo de 1314. Esta ejecución pública suponía la culminación de la persecución orquestada por el rey francés Felipe IV el Hermoso, con la complicidad del papa Clemente V. Antes de ser consumido por el fuego, el último templario lanzó una maldición a sus opositores: «¡Os emplazo a ambos ante el tribunal de Dios! A ti Clemente antes de cuarenta días, y a ti Felipe, este mismo año». Curiosamente, ambos fallecieron en extrañas circunstancias dentro de los plazos que advertía la profecía.

La Orden del Temple, siempre envuelta en misterio, nació casi doscientos años antes de aquel trágico suceso en Jerusalén, en las caballerizas del antiguo Templo de Salomón. Sobre sus ruinas se levanta hoy la Mezquita de Al-Aqsa, que por una de esas coincidencias imposibles con las que a veces nos sorprende el destino, sufrió otro incendio el mismo lunes por la tarde. Es decir, los dos enclaves que marcaron la historia de los caballeros templarios ardieron justo a la vez, a pesar de encontrarse geográficamente separados por más de cuatro mil kilómetros.

Otro de los secretos de Notre Dame y de la mayoría de catedrales góticas de su tiempo es su fuente de financiación. Levantar estos espléndidos edificios resultaba extremadamente caro: había que pagar a maestros constructores, carpinteros, vidrieros, artesanos, etc. Y a finales del siglo XII, en un momento de epidemias y grave crisis económica en lo que hoy llamamos Europa, la única organización que disponía de recursos suficientes para acometer una inversión de tal calibre era la templaria, que para entonces ya estaba exenta de pagar tributos y había extendido su influencia por casi toda la Cristiandad. Eso explicaría la gran cantidad de simbología pagana que el arte gótico introduciría en los templos cristianos. Por ejemplo, la fachada occidental de la catedral parisina está plagada de medallones y figuras que nada tienen que ver con las Sagradas Escrituras, y que por suerte, no se han visto afectadas por el reciente incendio. Cuervos, serpientes, salamandras, atanores, y toda una suerte de símbolos grabados en piedra que, según los alquimistas, ofrecerían la fórmula para obtener la mítica piedra filosofal a todo aquél que sepa leer su lenguaje encriptado.

De todos estos relieves destaca el de una mujer, situada en el pilar central y enmarcada en un medallón de unos cincuenta centímetros, con una escalera de nueve peldaños apoyada en el pecho. Su cabeza toca las nubes, sus pies el suelo, y en la mano derecha sostiene dos libros: uno abierto y otro cerrado. Para los expertos, su figura estaría conectando la tierra de los hombres con el reino celestial, al que se puede ascender superando los nueve niveles de sabiduría que representa la escalera. Y los libros aludirían a los dos tipos de conocimiento, el público y el esotérico, o lo que es lo mismo, el que se encuentra al alcance de cualquiera, y el que está reservado tan sólo a unos pocos. Hace justo tres años, la contemplación de esta enigmática figura inspiró mi último libro, Templarios (Luciérnaga, 2017), un ensayo novelado donde analizo en mayor profundidad los misterios de las catedrales góticas, incluyendo las españolas.

A pesar de que la conmovedora imagen de la aguja de Notre Dame desmoronándose ya siempre ocupará un lugar en nuestro subconsciente, junto a la de las Torres Gemelas, debemos ser optimistas y pensar que a lo largo de la historia, multitud de templos han sido reconstruidos después de sufrir un desastre similar. Sirva como ejemplo la iglesia de la Magdalena de Córdoba, que en 1990 sufrió un terrible incendio que provocó el derrumbamiento del techo y la arrasó en su totalidad. Ocho años después, cual ave fénix, la Magdalena resurgió de sus cenizas para convertirse en una de las instalaciones culturales más importantes de nuestra ciudad. Por eso, no debe cabernos la menor duda de que pronto volveremos a ver brillar la catedral de París con el mismo esplendor que lo ha hecho los últimos ochocientos años.

(*) El autor es escritor y director de «Córdoba Misteriosa». Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net