En la emblemática Plaza del Potro hay un museo al que a menudo prestamos menos atención de la que merece. Me refiero al de Bellas Artes, en ocasiones eclipsado por la gran oferta museística de nuestra ciudad. Abrió sus puertas en 1862 de la mano de Rafael Romero Barros, padre del ilustre pintor Julio Romero de Torres, en el edificio que ocupó el antiguo Hospital de la Caridad durante algo más de tres siglos. La mayor parte de su colección pertenece a artistas locales, pero no seré yo quien se la explique. Para eso están las guías convencionales. Si acostumbra a leer mis artículos, ya sabrá que prefiero rastrear los edificios en busca de aquellos detalles que pasan inadvertidos para la mayoría, y que casi siempre revelan un mensaje mucho más sugestivo que el evidente.

En esta ocasión le pediré, una vez rebasada la taquilla, que ascienda por la hermosa escalera barroca en dirección a la planta superior, y que mientras sube los peldaños gire su cabeza hacia la izquierda. Encontrará varios graffitis repartidos por el paramento que representan, una y otra vez, un laberinto de una sola entrada, configurado por siete anillos concéntricos. Aunque artísticamente no posean demasiado valor, su interés radica en que fueron pintados por los pacientes hospitalizados entre los siglos XVI y XVII, y a día de hoy, todavía suponen un auténtico enigma para los historiadores de arte. ¿Por qué los enfermos trazaron varios laberintos idénticos en la pared? ¿Qué pretendían representar? Y lo más inquietante de todo, ¿por qué los hombres han grabado este extraño símbolo en sus cavernas desde la noche de los tiempos?

Es un hecho constatado que han aparecido petroglifos esparcidos por todos los continentes representando laberintos desde Arizona a la India, desde Sumatra hasta Europa, pasando por los Alpes Lombardos, Grecia o la península ibérica. Según los expertos se trataría de un arquetipo, es decir, una de esas pautas que vienen «programadas de serie» en cualquier ser humano, independientemente de su raza, sexo o religión. Una suerte de «huevo de Pascua» que todos tenemos escondido en algún recóndito rincón de nuestro subconsciente.

El primer laberinto de la historia fue diseñado por el faraón egipcio Amenemhat II, que mandó construir en el siglo XVIII a.C. un inmenso y complejo palacio compuesto por centenares de salas y pasadizos. Allí nació la leyenda de que Anubis, dios del Inframundo, con cuerpo de hombre y cabeza de chacal, tomaba el alma de los difuntos y los guiaba por la intrincada red de corredores hasta la presencia de Osiris. También fue este recinto el que inspiró a los griegos el mito de Teseo, quien con la ayuda del hilo de Ariadna, fue capaz de resolver el laberinto de Creta y matar al Minotauro.

En el siglo XII, la Iglesia católica decidió apropiarse de este mito tan popular como pagano, estableciendo un paralelismo entre la victoria del héroe griego sobre el monstruo y el triunfo del creyente sobre la muerte, siempre y cuando fuera capaz de superar todas las tentaciones durante su vida mortal. Sustituyeron a Teseo por San Jorge, al Minotauro por un dragón, y los laberintos pasaron a convertirse en un motivo habitual de las catedrales góticas. Uno de los más famosos del mundo se encuentra en Chartres (Francia), a sólo 80 kilómetros de París. Con un diámetro de 13 metros, aparece representado en el pavimento de esta catedral templaria, y según numerosos historiadores simbolizaría la búsqueda del Santo Grial.

Tanto en el antiguo Egipto como en la Europa medieval, este ideograma ha representado la victoria de lo espiritual sobre lo material, y el tortuoso camino que hay que recorrer para alcanzarla. Por eso, los expertos intuyen que los laberintos dibujados en las escaleras de nuestro Museo de Bellas Artes podrían estar relacionados con rituales iniciáticos destinados a preparar a algunos enfermos terminales para su inevitable fallecimiento. Debemos recordar que los hospitales, sobre todo en la época en que se pintaron estos graffitis, eran lugares de frontera, donde la vida y la muerte estaban separadas por un finísimo velo.

Como habrá comprobado a estas alturas, los laberintos no son patrimonio exclusivo de una u otra cultura, filosofía o religión. Crea usted en lo que crea, esas espirales son también una metáfora de su vida. El intrincado sendero representa las pruebas que se le presentan a diario, y las encrucijadas, las decisiones que debe tomar continuamente. Todos poseemos ese hilo de Ariadna que nos permitirá destruir al Minotauro interior que nos impide cumplir nuestros sueños, sólo tenemos que atrevernos a desenrollarlo. Y nunca olvide que lo importante no es llegar al centro del laberinto, sino disfrutar del camino.

(*) El autor es escritor y director de «Córdoba Misteriosa». Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net