¿Tienes miedo de algo? Tenía miedo de nadar de noche en el lago, de los 188 kilómetros de bicicleta por los Alpes y de la maratón. Pero sabía que algún día lo tenía que hacer. Son metas que vas almacenando en tu cabeza y hasta que no las cumples no te dejan descansar.

Embrun, un pequeño pueblo francés, fue el lugar elegido para hacer mi primer ironman.

También el último.

Aquel verano transcurrió con normalidad. No quería condicionarlo por una prueba deportiva. Así que hice mis viajes programados, estuve en la playa y participé como voluntario en un campamento que me dejó exhausto a seis días del ironman.

No reservé nada. Directos al camping, una parcela con más piedras que césped, unos bocadillos de aguacate preparados por Maribel y el despertador a las tres de la mañana. Me tiré al agua a las cinco. Solo veía a mi alrededor gorros blancos que trataba de seguir. Fue un gustazo ver cómo amanecía desde el lago. Tardé una hora y 25 minutos en nadar los cuatro kilómetros; al salir, supe que acabaría.

Tuve un momento de bajón, en el inicio del Izoard. Paré, comí, bebí y nuevo. En la cima me hice varias fotos, aunque no estaba permitido sacar el móvil. Hice algunas más durante las nueve horas que permanecí en la bici. Crucé bonitos pueblos, la gente era lo más especial y solo me dio rabia no poder pararme y retratarlos. Pasé muchos momentos solo.

Durante la maratón final me di cuenta de que todo tiene un límite. Se me hizo de noche y ni siquiera había echado un foco. Entré en meta 16 horas después y sentí más alivio que euforia.

Me costó cenar, pero dormí diez horas del tirón. Al día siguiente hicimos un picnic en el lago, me bañé, me hice el muerto, cogimos el coche, atravesamos varios puertos y llegamos a la Provenza. Durante tres días tomamos los mejores desayunos y pude gastar los carretes. Comprobé que solo la bicicleta no es suficiente.