Como sé que al final de esta miniserie sobre Don Miguel de Unamuno no tendré más remedio que hablar de la criticada película ("Mientras dure la guerra") que ha traído a la actualidad al famoso Rector de Salamanca... aunque sólo sea para deslindar lo que en ella hay de cierto, de ficción o de intención política (¡mucha!), me van a permitir que hasta que llegue ese momento me complazca en seguir descubriendo "cosas" poco conocidas del inmortal "padre" de "Niebla"... y poco conocida es la polémica que mantuvo con D. Miguel Primo de Rivera mucho antes de su Dictadura. La verdad es que los dos personajes parece que nacieron destinados a vivir enfrentados (también con el Rey). "El enfrentamiento --escribe el biógrafo David Robertson-- de Miguel Primo de Rivera y Miguel de Unamuno puede entenderse como el choque frontal de dos visiones diametralmente opuestas del concepto de patria. Frente al patriotismo “testicular” de Primo se levanta el concepto unamuniano de España como sueño, creación y dolor: Unamuno, como diría Ortega , murió de “mal de España”. Frente al lema del Dictador de “Paz, Paz y Paz” la tesis unamuniana que las intestinas discordias civiles eran “lo único noble que nos queda”. Frente a una casta que esgrimía el sable para defender sus intereses e imponer sus exigencias, la conciencia individual de Unamuno del ser y del deber con su inquebrantable fe en la palabra".

Sucedió en 1919, cuando todavía coleaban las Juntas de Defensa y los Tribunales de Honor del ejército estaban en su apogeo. Unamuno publica entonces en "El mercantil valenciano" (10-12-1919) un artículo que titula "El Ejército no es un casino" que enciende al Capitán General de Valencia, a la sazón, ¡que casualidad!, Don Miguel Primo de Rivera, quien responde con una explosiva "Carta al Sr. Unamuno", en la que incluso le reta a un duelo imposible (según él).

Pero, antes de seguir leamos el artículo de Don Miguel:

El Ejército no es un casino. "Sigue apasionado a la mejor parte de la opinión civil y civilizada el loco empeño que ponen las Juntas de Defensa del arma de Infantería, esos sindicatos milicianos, en expulsar del ejército de la nación, que no es las Juntas, a veinticinco oficiales alumnos de la Escuela Superior de Guerra. Y no falta quien se extrañe de que ante el gravísimo conflicto social planteado por el lock.out aun apasione eso.

Mas es natural que así sea. No sólo de pan, sino de justicia, vive el hombre, y un problema de justicia debe apasionar a los espíritus civiles tanto o más que uno de pan. Ya que los problemas mismos de pan no suelen ser en el fondo sino problemas de justicia.

Este pleito de los 25 alumnos de la Escuela Superior de Guerra no deja de tener hondas analógicas con el del “affaire” Dreyfus en Francia. Se trata de saber si hay un honor militar, no ya distinto y diferente de la justicia civil, de la justicia a secas, sino opuesto a ella. Se trata de saber si por exigencias de ese específico honor militar se puede atropellar la Justicia. Y no añadimos civil; la Justicia a secas. Se trata de saber si las conveniencias de la milicia pueden ponerse sobre la Justicia. Nosotros creemos que no ya la conveniencia, a caso mal entendida -como en este caso lo está- de la milicia, más ni si quiera la seguridad de la patria autoriza el atropellar en su derecho a un ciudadano. Nosotros creemos que es un principio inhumano, por muy conservador que sea, aquel principio de Caifás de que conviene que un hombre muera por el pueblo y no que una Nación se pierda, y que sirvió para crucificar al Cristo por antipatriota (v. Juan XI, 47-50 y XVIII-14),. Y si no es lícito moralmente crucificar a un hombre para evitar que los enemigos de la Nación la supriman, tampoco es lícito moralmente, no es justo, expulsar a unos oficiales porque hayan hecho público su disentimiento de unas Juntas. Y de unas Juntas que son ilícitas, perniciosas y facciosas a no más que por ser secretas y aunque no tuviesen otra tacha. Son una masonería profesional y basta para condenarlas.

Pero el fondo de la injusticia, de la civilidad -y con ello de la incivilización- está en la existencia misma de Tribunales de Honor y en que se le dé valor de criterio jurídico a ese honor que suele confundirse con el insocial interés de una casta, clase o gremio. El tal honor nada tiene que ver con la honra como categoría ética.

Todo lo absurdo e incivil e injusto de ese concepto miliciano del honor lo ha dado el general D. Miguel Primo de Rivera al decir con la mayor frescura que eso de los alumnos de la Escuela Superior de Guerra era un pleito privativo y exclusivo del Arma de Infantería, y que es como si en una sociedad de recreo, en un casino, vamos a decir, se les echa bola negra a unos socios cuya expulsión se propone. ¡Qué barbaridad!. Es decir, que el ejército, o por lo menos el Arma de Infantería es un casino. ¡o un club! Y un club secreto, otra especie de logia carbonaria a lo que parece.

El general Primo de Rivera junior para ignorar que el fin de un casino es el trato social y el recreo mutuo entre los socios, y que si el trato e un sujeto no nos es grato, sea por lo que fuere, no tenemos porque admitirle en nuestra compañía. Podemos cerrarle a quien queramos las puertas de nuestra casa. Y un casino es como una casa, como un hogar colectivo. Pero el ejército no es de la oficialidad que lo dirige, es de la Nación. Ni el fin del ejército es el trato mutuo de sus miembros.

Podrán, pues, los demás oficiales negarles a esos otros el saludo y no tratar en las relaciones personales con ellos si creen que han faltado a esa quisicosa quebradiza y fantástica que es el honor de clases -muy otra cosa el honor moral y social-, pero ¿echarles del ejército? ¿en qué han faltado a los deberes militares? ¿en qué a la disciplina?. Porque no se va a pretender que es ley de disciplina militar el obedecer a un poder faccioso y secreto.

Otro desatino mayor, si cabe, soltó el General al comparar el caso al de un Claustro Universitario que expulsa a unos alumnos. En primer lugar , esos 25 oficiales, “alumnos” de la Escuela Superior de Guerra, son oficiales, es decir, claustrales, y no se les expulsa de la escuela, y como alumnos, sino del ejército y como oficiales. Y en uno u otro caso un Claustro Universitario no puede expulsar ni a profesores ni a alumnos de la Universidad si someter su fallo a la superioridad. Los alumnos tendrían derecho a alzarse ante el Ministro y aun ante los Tribunas Ordinarios de Justicia Civil. Y ello porque la universidad no es del Claustro Universitario ni puede el Claustro Universitario, como la junta general de un casino puede en su caso, decretar por sí y ante sí sin apelación ulterior, al negar a un ciudadano - y lo es el alumno- el derecho a cursar en la Universidad las enseñanzas que allí se da. Sobre el Claustro Universitario, como sobre cualquier corporación civil - y debe serlo la oficialidad del ejercito-, están los tribunales ordinarios.

Todo ello viene del supuesto absurdo y antipatriótico de que la milicia no sea una institución civil. El ejército es de la Nación; el ejército debe ser civil. Y el que deba ser civil quiere decir que sobre su específico sentimiento del honor profesional -que puede, como en este caso, hallarse pervertido- están los dictados de la justicia. El código del honor militar, sino se supedita a los principios de la justicia civil que es la justicia común para todos, no es más que barbarie. Y por eso en Francia, cuando el “affaile” Dreyfus, no se hizo caso de testimonio de generales que, poniendo el puño sobre la cruz de su espada, juraban por su honor, y juraban en falso. Y juraban en falso porque creían que era patriótico hacerlo cuando se trataba de salvar, según ellos, el prestigio del Instituto Armado. Como otras veces se ha visto, y aquí en España, a un Tribunal Militar absorber a un reo sobre resultandos falsos y falseados, tergiversando los hechos, no más que para poner a salvo su prestigio. Prestigio que parece que pide que jamás delinque ni se equivoca quien usa de ellos. Y así es el transeúnte el que mordió el perro.

Con este bárbaro criterio del prestigio de la autoridad y de la fuerza pública ¿cómo se va a corregir el desvarío de los que a la fuerza apelen para lograr sus fines, sean los que fueren?

Ese criterio, que asimila el ejército aun Casino, ese sí que es revolucionario en el peor sentido. Y antipatriótico, por incivil y por inhumano».

Y Unamuno, que no se calla ni ante Dios («Lealtad, fidelidad, honor, caballerosidad, heroísmo, patria, honradez, trabajo, inteligencia. ¡Palabras, palabras, palabras!. ¡Mi Dios!. Palabras que arrastró el viento, como ahora se lleva en silencio la libertad y lo que queda de España») responde, ya con ironía: «Trata el Sr. Primo de Rivera de explicar los conceptos que le atribuí y acaso, más por mis malas entendederas que no por sus explicaderas me he quedado más a oscuras que estaba al respecto».

En resumen, es verdad que no llegaron a batirse a espada ni a pistola, pero el duelo quedó sólo aplazado. Porque cinco años más tarde (1924) volvieron a enfrentarse y Don Miguel quedó ‘tocado’ con un año de destierro (Fuerteventura) y cinco de exilio (Paris y Hendaya). Hablaremos de ello.