Dicen que a Don Juan Valera sus críticos le llamaban ‘el cartero’ por su manía o su vicio de decirlo todo por carta y haberse hecho famoso y hasta Académico por sus Cartas desde Rusia y no es de extrañar, pues hasta Pepita Jiménez, su novela más lograda comienza en forma epistolar (y lo dice quien en 1966 fue Premio Juan Valera). Ay, pero si al gran Valera le llamaban el cartero por unos cientos de ellas ¿cómo tendríamos que llamar a Don Miguel de Unamuno por sus más de 40.000 que escribió a lo largo de su vida?... Ciertamente lo de Unamuno es increíble. Tan increíble que él mismo se presentaba como un «epistolómano» y hablaba del arte de escribir cartas como de su «Epistolomanía» (Ahora la Universidad de Salamanca publica el primer tomo de los ocho que recogerán su correspondencia). Decía el imprevisible ‘quisque’ («Yo soy yo, como cada quisque, género aparte. Y mi progreso consiste en ‘unamunizarme’ cada vez más») que «una carta es como una fotografía, o algo más, porque la fotografía sólo capta el cuerpo, lo de fuera, mientras una carta retrata el alma del que escribe, lo de dentro». Pero, hay más. Y esa es mi opinión personal. A Unamuno se le conoce mejor, mucho mejor, leyendo sus cartas que sus obras. Porque en sus obras (novelas, teatro, ensayos, artículos, poemas) sí, dice lo que quiere, pero a través de ‘otros’, sus personajes, sus obligaciones, sus compromisos, su imagen o ‘repensando’ lo que escribe («Yo leo y releo 20 veces lo que escribo para fuera y a veces me rompo o me censuro o me tiro a la papelera porque no me gusto»). Por el contrario en sus cartas, siempre personales, escritas de su puño y letra, incluso con tachaduras, se muestra él mismo, sin intermediarios. «Ayer, en efecto, el 21 fatal de febrero que contábamos cuando niños -le escribe a su mujer, Concepción Lizarraga, desde el destierro de Fuerteventura-, hicieron los tres años que esa infecta ralea pretoriana policiaca y troglodítica me arrancó de ahí, de mi hogar, de vosotros todos… Dile a Salomé que le escribiré con calma. También a Ramón, y que reflexione que cuando estoy aquí como estoy y hace falta que todos se apliquen a poder valerse cuanto antes y cuando sus otros hermanos se esfuerzan por hacerse hombres y el bonísimo Pablo está principalmente sosteniendo a todos, se va él a andar en deporterias o acaso en algo peor. Que si no le tira el estudio que se decida por otra cosa, pero que debe pensar que la vida es una cosa seria y más ahora y en nuestra familia. Ya se lo diré yo más despacio».

Y eso lo comprobé en cuanto leí una de sus primeras cartas cuando sólo tenía 15 años: «Hastiado de cuanto me rodea y me sofoca --escribe-- más de una vez me he perdido en mis sueños locos en el fondo de mi espíritu, espíritu sin límites y cerrado de murallas escarpadas». Como ven ya estaba ahí el Unamuno que llegaría a ser después. El soñador de sueños locos, que vivió «contra esto y aquello»... ¿Y qué me dicen de la que le escribe a su buen amigo Francisco de Cossío cuando los «españolitos» de Machado ya se están matando en las trincheras o en las retaguardias?: «En el interior de España -escribe- habita hoy la envidia, el resentimiento, el odio a la inteligencia, la ferocidad sanguinaria... y entre los hunos y los hotros están ensangrentando, arruinando, envenenando y --lo que acaso es peor-- estupidizando a su Patria».

Y ahora me van a permitir que les reproduzca una de las muchas que le escribió a su amigo Azorín. Está fechada y publicada en ABC el 15 de septiembre de 1909:

«Mi querido amigo: Vuelvo a tomar la pluma para escribirle, y esta vez con felicitación. Acabo de leer Colección de farsantes. ¡Bien, muy bien, muy bien! Hora es de reaccionar. Son muchos aquí los papanatas que están bajo la fascinación de esos europeos. Hora es ya de decir que en no pocas cosas valemos tanto como ellos y aun más. Esta depresión ambiente es terrible. Ya que conservamos la seriedad, la falta de pose, la sencillez aun en el énfasis, debemos hacerlas valer. Hay que proclamar nuestras superioridades actuales. Indigna ver tanto hispanista (??) que se cree que España acabó en el siglo XVII. Un chileno que allá en su tierra había estudiado filología castellana con dos alemanes (!!!) vino de paso para…, París, a perfeccionarse en ella. Oyó a Menéndez Pidal y se quedó. Y es que este ha escrito un manual mucho mejor en su género que cuantos análogos conozco del extranjero. Y así hay muchos. Cajal no está solo. Nos falta -y no lo deploro- el sentido de la reclame, y, además, no solemos dignarnos defendernos. A su desdén teatral oponemos nuestra altivez.

¡Bien, bien, muy bien! Así, así. España es víctima de una sistemática campaña de difamación. ¡Y no es todo desdén, no! Allá en el fondo acaso haya, bien que subconsciente a las veces, su parte de envidia. Nos sienten vivir y resurgir. Y sienten que nuestra lengua llegará a ser la primera del mundo, y no nos lo perdonan. Hay que revolverse contra esos estetas deportistas, que lo convierten todo en match, la aviación y el llegar al Polo, y se cuidan más de hacer algo antes que otro que de hacerlo mejor. Dicen que no tenemos espíritu científico. ¡Si tenemos otro…! Inventen ellos, y lo sabremos luego y lo aplicaremos. Acaso esto es más señor. Si fuera imposible que un pueblo dé a Descartes y a San Juan de la Cruz, yo me quedaría con éste.

Sí, colección de farsantes. ¡Cuánto le diría de esto…!

Un día se me escandalizó uno porque coloqué a Oliveira Martins entre Michelet, Carlyle, Macaulay, &c. Y le añadí: ‘Sí; y Camilo Castello Branco ha sido uno de los más grandes novelistas europeos del XIX. ¡Ya ve usted, un portugués! ¡Ni siquiera un español…!’ Bien; muy bien, muy bien. Hace falta eso. Y ésa es la manera de europeizarnos. Aspirar no sólo a aprender de ellos, sino a enseñarles.

Mi enhorabuena./Un abrazo de / Miguel de Unamuno/Bilbao 13, IX, 09.»

«Esto ya no es una Nación, ni un país -- diría poco antes de morir-- esto es un manicomio de locos. Pobre España». Pero, hoy quiero terminar con los bellos versos que le dedicó otro de sus amigos de generación, Antonio Machado. Escribe el bueno de Don Antonio: «Este donquijotesco/ Don Miguel de Unamuno, fuerte vasco/ lleva el arnés grotesco/ y el irrisorio casco/ del buen manchego. Don Miguel camina/ jinete de quimérica montura,/ metiendo espuela de oro a su locura, sin miedo de la lengua que malsina/. A un pueblo de arrieros/, lechuzos y tahúres y logreros/ dicta lecciones de Caballería...».