La bondad de la dieta mediterránea es un tema recurrente al hablar de alimentación saludable; igual que la progresiva tendencia a abandonarla en favor de hábitos globales claramente opuestos.

Esta dieta básica -pan, aceite de oliva y vino- curiosamente, al menos en dos tercios, protagonista absoluta de la Cata de Otoño, sostiene el consumo abundante de verduras, legumbres, cereales, frutas, productos lácteos y pescado, y el, discreto, de carnes, está desapareciendo. Sin embargo, la dieta mediterránea es cómoda, si nos fijamos en la queja generalizada de las personas que hacen la compra y guisan, de tener que pensar las comidas y de no saber qué poner al día siguiente. Con lo poco que se quebraban la cabeza nuestras abuelas para componer menús -si tenían con qué- según el esquema que, para la cena imponía sopa, verdura, huevo pasado por agua, frito o en tortilla y fruta; para el desayuno, leche, pan con aceite, torta y galletas; y para el almuerzo la ensalada diaria, el plato fuerte -patatas, legumbres, pastas o arroz- y el segundo plato -la pringada del primero, albóndigas, croquetas o pescado frito. Y la fruta.