Quien me vea cenar aquí pensará que es imposible que al mediodía estuviera comiendo un bocadillo de sardinas en una rambla del desierto. El salón de Casa Elisardo es amplio, mesas circulares y algo de penumbra, sus paredes guardan elegancia, al igual que la vestimenta del personal. Es muy temprano. Solo dos hombres italianos comparten mesa. Me pregunto qué hacen dos italianos vestidos con camisa cenando en Uleila del Campo.

Pido vino.

Quiero dormirme pronto.

Vino - ensalada - crema de castañas - cordero - tarta de queso.

Por lo general, el último día de los viajes dejo pocos kilómetros de etapa, apenas me paro en los pueblos ni hago fotografías. Creo que el cuerpo ya desconecta, que tras tantas jornadas de asfalto, entre sacos de dormir, hostales, bocadillos y puertos, quiere acariciar al gato y ver Stranger Things antes de dormir.

Hoy no parece el último día.

No regreso por el camino más directo. Hago un puerto de montaña gratuito, el puerto de la Virgen, paro en un pueblo por el que no tenía que pasar, Benizolán, y entro a un bar aunque ya he desayunado.

- ¿A qué le estás echando la foto? -me pregunta el camarero cuando me ve fotografiar el vaso de café.

Tres horas después vuelvo casi al punto de partida, una recta interminable rodeada de desierto, la A-1100, que conecta Uleila del Campo con Tabernas. No hay indicios de que nada pueda aparecer por allí.

Aparece una casa.

Y una mujer. Al principio paso de largo, pero un instinto me hace dar la vuelta. Le pido que me llene la botella de agua. Lo hace, pero no vuelvo a verla. Salen dos hombres y tres niños marroquíes. Me explican que compran trigo, lo lavan, lo secan al sol y luego ellos mismos hacen el pan.

- ¿Y lo vendéis?

- No, solo para nosotros.

Abdel es el padre. Lleva 18 años en España. Es de Taza, una ciudad cercana a Fez y a una montañ inmensa que se apresura a buscar en internet. Trabajó la naranja en Valencia y ahora lo hace en el campo y a veces en los invernaderos que rodean su casa.

- ¿Quieres probar el pan?

El pan tarda en salir porque está recién metido en el horno. Sacan aceite. Me pica la garganta.

Me hacen té.

Sabe delicioso. Nos quedamos sentados todos, Abdel, Bilal, Raid, Mostapha y Tahá, en un poyete de piedra junto a la puerta, con un sol otoñal que invita a la charla. El niño mayor es increíblemente respetuoso, cada vez que se me acaba el vaso de té, me lo rellena; el chico es más bicho, va dando saltos de un lado a otro, se mete entre nosotros, se cuelga de un palo. Al padre le encanta vivir aquí, en mitad de la nada, pero se ha tenido que comprar una casa en Tabernas porque dos de los niños quieren estar en el pueblo. Él los prefiere aquí, jugando libremente, criando a los gatos y curando a los que atropellan en la carretera. Se queja de que hablemos siempre de Marruecos como un país inseguro. Su cuñado me insiste en que coma más pan, más té, que me lleve el pan en las alforjas, que coma. Le digo que no, pero me lo echa.

La familia Kaider. JOSÉ JUAN LUQUE