Este verano nos sobresaltábamos con el brote de listeriosis y no han pasado ni seis meses cuando otra enfermedad, también con un origen animal, interrumpe nuestro sosiego. En este caso, un síndrome respiratorio producido por un nuevo coronavirus (denominado provisionalmente 2019-nCoV) procedente del lejano oriente y que ha demostrado una elevada contagiosidad. Estos hechos no son raros ya que cada año surge una enfermedad nueva o reaparecen con fuerza viejas patologías ya conocidas. Son las enfermedades emergentes. Por repasar los últimos años, recordemos el surgimiento de la influenza pandémica en 2009, del MERS-CoV en 2012, del Ébola en 2014, del virus Zika en 2015, los casos de fiebre hemorrágica de Crimea-Congo en 2016, la pandemia de peste porcina africana en 2017 o la mixomatosis de la liebre en 2018. ¡Y ahora, éstas!

La opinión pública tiende a pensar que la medicina restauradora (la que se encarga de recuperar la salud perdida) adquiere una importancia relevante en estos casos, y en parte no le falta razón. De hecho, el sistema sanitario público invierte una sustancial cantidad de recursos humanos, materiales y económicos en prestar los mejores tratamientos para las personas afectadas. Pero creemos que es interesante que el ciudadano repare en otra perspectiva.

En efecto, si la restauración de la salud es trascendental, aún lo es más la prevención de la enfermedad. «Más vale prevenir que curar» es un castizo adagio español. Y en esto tenemos mucho que decir los veterinarios.

Desde hace tiempo sabemos que las poblaciones de murciélagos suponen una importante fuente de patógenos. Su etología promiscua y el hacinamiento en las colonias facilitan el contagio de multitud de patógenos, pero, además, sus características inmunológicas, con intrincados mecanismos que amortiguan la reacción inflamatoria, les confieren una amplia resistencia a multitud de infecciones y, consecuentemente, facilitan su estado como reservorios de multitud de agentes víricos. De estas poblaciones de murciélagos proceden virus tan temibles como los del Ébola, el Marburg, el Nipah, el Hendra…, pero también la inmensa mayoría de los coronavirus (CoV), casi 500 especies, entre ellos el ‘padre’ del 2019-nCoV, como recientemente han demostrado los análisis de secuenciación del genoma completo.

Todos los datos indican que la evolución del 2019-nCov desde los murciélagos al humano ha sido precedida de una fase de adaptación en una especie intermediaria, como ocurrió con el virus del síndrome respiratorio agudo grave (SARS), que recombinó en una civeta (un carnívoro parecido a la gineta) antes de infectar al hombre, o con el del síndrome respiratorio del próximo oriente (MERS), que recombinó antes en el camello. No conocemos la especie intermediaria en el caso del 2019-nCoV, pero sí sabemos que nuestras mascotas tradicionales, perros y gatos, no son sensibles a este virus. En esto, podemos estar tranquilos.

Las características genéticas de los CoV hacen que mantengan escasos mecanismos de control sobre la transcripción (copia) de su ARN, dando lugar a frecuentes mutaciones, con lo que se generan multitud de cepas diferentes; aunque la mayoría de ellas se extinguen, otras se mantienen y forman especies víricas distintas a su progenitor. Pero el problema se complica cuando algunas de estas cepas saltan desde el murciélago a otra especie animal (que puede ser el hombre). Sabemos que, en este caso, la mayoría de estos virus generan un proceso autolimitante, pero otros se perpetúan generando una enfermedad emergente que alcanza significativas repercusiones en la sanidad animal o en la salud pública.

Así ha ocurrido con el CoV de la gastroenteritis transmisible porcina, procedente del CoV canino, o con los CoV de la diarrea epidémica porcina, de la hepatitis del ratón, de la peritonitis infecciosa felina, el CoV bovino, el CoV equino o el de la bronquitis infecciosa aviar (que, por cierto, fue el primer CoV que se aisló, allá por 1932), procesos todos ellos de gran trascendencia en la patología infecciosa veterinaria.

Podemos estar seguros de que la seguridad alimentaria en Andalucía es una de las más altas de Europa, manteniendo un elevado control de la cadena alimentaria (desde la granja a la mesa), pero cuando decisiones políticas rebajan los controles veterinarios (como ocurrió en Sevilla en el brote de listeriosis del pasado verano), la prevención de la enfermedad falla y entonces es cuando juega su papel la medicina restauradora. Por ello, para prevenir convenientemente la presentación de enfermedades, es necesario un adecuado control de la sanidad en producción primaria, extremando la vigilancia epidemiológica en el ganado, pero también en el medio natural, que como hemos visto se ha demostrado una importante fuente de riesgo. Pero, este riesgo se ve incrementado, además, por esa actual tendencia a viajar a zonas remotas, al contacto (irresponsable) con la naturaleza, a comer alimentos poco comunes, crudos o poco cocinados y a la peligrosa y poco recomendable costumbre de convivir con mascotas exóticas.

Creemos que la inversión en la vigilancia y control veterinario de patógenos en los animales, en el medio natural y en la industria alimentaria rebajarían significativamente la prevalencia de muchas enfermedades, lo que acarrearía una rebaja importantísima en las cuentas de la medicina restauradora, mucho más cara, y consecuentemente, en un bienestar para toda la población.

El autor del artículo es catedrático de Enfermedades Infecciosas de la Facultad de Veterinaria de Córdoba. Presidente del Colegio Oficial de Veterinarios de Córdoba. Académico de Número de la Real Academia de Ciencias Veterinarias de España.