Con el asesinato de José Canalejas, siendo presidente del Gobierno, en 1912, bien puede decirse que mueren la Restauración y el turno de los partidos. Porque el otro líder, Antonio Maura, el de la Revolución desde arriba, ya estaba inhabilitado políticamente tras la ‘Semana trágica’ de Barcelona… y la Monarquía se estaba debilitando a marchas forzadas. La Constitución del 76 se había quedado obsoleta. Es en esa situación, cuando Ortega, que sólo tiene 31 años, irrumpe con su Vieja y Nueva Política, un verdadero aldabonazo en las aguas corruptas y cenagosas que imperaban en toda España.

Ortega lo dice bien claro desde el comienzo: «Señores, ya no podemos hablar de una sola España, porque aquí, ahora mismo, ya hay dos Españas: la España oficial y la España real… La España oficial consiste en una especie de partidos fantasmas que defienden los fantasmas de unas ideas y que, apoyados por las sombras de unos periódicos, hacen marchar unos Ministerios de alucinación».

«Se ha dicho que todas las épocas -dice Ortega-- son épocas de transición ¿Quién lo duda? Así es. En todas las épocas la sustancia histórica, es decir, la sensibilidad íntima de cada pueblo, se encuentra en transformación. De la misma suerte que, como ya decía el antiquísimo pensador de Jonia, no podemos bañarnos dos veces en el mismo río, porque éste es algo fluyente y variable de momento o momento, así cada nuevo lustro, al llegar, encuentra la sensibilidad del pueblo, de la nación, un poco variada. Unas cuantas palabras han caído en desuso y otras se han puesto en circulación; han cambiado un poco los gustos estéticos y los programas políticos han trastrocado algunas de sus tildes. Esto es lo que suele acontecer. Pero es un error creer que todas las épocas son en este sentido épocas de transición. No, no; hay épocas de brinco y crisis subitánea, en que una multitud de pequeñas variaciones acumuladas en lo inconsciente brotan de pronto, originando una desviación radical y momentánea en el centro de gravedad de la conciencia pública.

Y entonces sobreviene lo que hoy en nuestra nación presenciamos: dos Españas que viven juntas y que son perfectamente extrañas: una España oficial que se obstina en prolongar los gestos de una edad fenecida, y otra España aspirante, germinal, una España vital, tal vez no muy fuerte, pero vital, sincera, honrada, la cual, estorbada por la otra, no acierta a entrar de lleno en la historia.

Este es, señores, el hecho máximo de la España actual, y todos los demás no son sino detalles que necesitan ser interpretados bajo la luz por aquél proyectada. Lo que antes decíamos de que las nuevas generaciones no entran en la política, no es más que una vista parcial de las muchas que pueden tomarse sobre este hecho típico: las nuevas generaciones advierten que son extrañas totalmente a los principios, a los usos, a las ideas y hasta al vocabulario de los que hoy rigen los organismos oficiales de la vida española. ¿Con qué derecho se va a pedir que lleven, que traspasen su energía, mucha o poca, a esos odres tan caducos, si es imposible toda comunidad de transmisión, si es imposible toda inteligencia?

En esto es menester que hablemos con toda claridad. No nos entendemos la España oficial y la España nueva, que, repito, será modesta, será pequeña, será pobre, pero que es otra cosa que aquélla; no nos entendemos. Una misma palabra pronunciada por unos o por otros significa cosas distintas, porque va, por decirlo así, transida de emociones antagónicas…

Ahora se van a abrir unas Cortes; estas Cortes no creo que las haya inventado precisamente un ideólogo; todo lo contrario; ¿no es cierto? Pues bien; salvo Pablo Iglesias y algunos otros elementos, componen esas Cortes partidos que por sus títulos, por sus maneras, por sus hombres, por sus principios y por sus procedimientos podrían considerarse como continuación de cualesquiera de las Cortes de 1875 acá. Y esos partidos tienen a su clientela en los altos puestos administrativos, gubernativos, seudotécnicos, inundando los Consejos de Administración de todas las grandes Compañías, usufructuando todo lo que en España hay de instrumento de Estado. Todavía más; esos partidos encuentran en la mejor Prensa los más amplios y más fieles resonadores. ¿Qué les falta? Todo lo que en España hay de propiamente público, de estructura social, está en sus manos, y, sin embargo, ¿qué ocurre? ¿Ocurre que estas Cortes que ahora comienzan no van a poder legislar sobre ningún tema de algún momento, no van a poder preparar porvenir? No ya eso. Ocurre, sencillamente, que no pueden vivir porque para un organismo de esta naturaleza vivir al día, en continuo susto, sin poder tomar una trayectoria un poco amplia, equivale a no poder vivir. De suerte que no necesitan esos partidos viejos que vengan nuevos enemigos a romperles, sino que ellos mismos, abandonados a sí mismos, aun dentro de su vida convencional, no tienen los elementos necesarios para poder ir tirando. ¿Veis cómo es una España que por sí misma se derrumba?

Lo mismo podría decirse de todas las demás estructuras sociales que conviven con esos partidos: de los periódicos, de las Academias, de los Ministerios, de las Universidades, etc., etc. No hay ninguno de ellos hoy en España que sea respetado, y exceptuando el Ejército no hay ninguno que sea temido».

Era ya la España nueva, la España real, que en la calle, en los campos, en las fábricas, en las universidades y hasta en el Ejército pedían el cambio. De momento, pacíficamente, dos años después casi revolucionariamente. Porque sólo dos años después las dos Españas se enfrentan en una lucha sin cuartel por el control del poder. Fue la Revolución de 1917, en la que ya hace acto de presencia el marxismo que cabalgaba por Europa y que, a la postre, triunfaría en Rusia.

Ortega, que seguía siendo el catedrático más joven de la universidad, no ceja en su empeño de luchar «contra lo viejo» y para poder expresar sus ideas funda y dirige la revista España (1915) y comienza a colaborar muy asiduamente en El Sol (1917), el periódico que acabaría siendo la referencia del cambio y en el cual el ‘Filósofo’ publicaría por capítulos sus obras más relevantes: La España invertebrada (1922) y La rebelión de las masas (1929).

Pero, entre tanto llegó la Dictadura de Primo de Rivera (1923, el mismo año que funda La revista de Occidente) que de un plumazo acaba con los partidos políticos y con la incipiente Democracia. Naturalmente, Ortega se pone enfrente, y con Unamuno, pasa a ser la referencia intelectual para todos los españoles. En su mente estaba ya el «Delenda est Monarchia» que sería el fin de la Monarquía.