Y llegó 1930. Un año decisivo en la historia de España, aunque no alcanzara las cotas de 1923 (cuando llegó la dictadura), de 1931 (cuando llegó la república), ni la de 1936 (cuando estalló la guerra civil). Ya el 28 de enero dimitió el general Primo de Rivera y fue elegido jefe del Gobierno el general Berenguer. Fue, en realidad, el fin de la dictadura y el comienzo de la dictablanda.

Pero, fue también «el cambio de chaqueta» más grande que conocieron los siglos, fue la desbandada general del campo monárquico al campo republicano. El primero en pasarse fue Miguel Maura y Gamazo, uno de los hijos de Antonio Maura y Montaner, el que, incluso, se despidió en persona del Rey: «Vengo, señor, a despedirme de vuestra majestad. ¿A dónde te marchas? Al campo republicano, señor. ¡Estás loco! No, majestad, no estoy loco, le aseguro que antes de dos años se habrá acabado la monarquía en España» (20 de febrero).

El siguiente fue José Sánchez Guerra, a la sazón jefe del Partido Conservador (27 de febrero). El 13 de abril rompió amarras Niceto Alcalá Zamora, el que había sido varias veces ministro de la monarquía. Era la derecha.

Luego le llegó el turno al centro. El primero en pasarse fue Melquíades Álvarez, el que había sido último presidente del Congreso de los Diputados antes de la dictadura (caería asesinado por los «rojos» en 1936). Después, Ángel Ossorio y Gallardo, abogado eminente y monárquico de toda la vida (4 de mayo). Luego Francisco Gambó, el insigne catalán. Y la izquierda tampoco quiso quedarse en el barco. En abril, Indalecio Prieto traza la raya divisoria en el Ateneo de Madrid: «Con el rey o contra el rey». Antes lo había hecho Manuel Azaña, llamando al combate e indicándole al rey la puerta de salida… Y después Julián Besteiro, y Largo Caballero, y Lerroux y los comunistas y los anarquistas.

Pero, como siempre, fueron los intelectuales los que le pusieron la guinda al pastel. Primero Unamuno, que volvía del destierro enrabietado «contra esto y aquello». Azorín, el bueno de Azorín, que se declaró «francamente republicano»… Y, por encima de todos, el filósofo, nuestro José Ortega y Gasset. Porque con su artículo El error Berenguer (El Sol, 15 de noviembre) acabó de hundirse el barco. Por su interés reproduzco parte del mismo (el texto íntegro lo pueden ver en www.diariocordoba.com):

«No, no es una errata. Es probable que en los libros futuros de historia de España se encuentre un capítulo con el mismo título que este artículo. El buen lector, que es el cauteloso y alerta, habrá advertido que en esa expresión el señor Berenguer no es el sujeto del error, sino el objeto. No se dice que el error sea de Berenguer, sino más bien lo contrario (…). Son otros, pues, quienes lo han cometido y cometen; otros toda una porción de España, aunque, a mi juicio, no muy grande. Por ello, trasciende ese error los límites de la equivocación individual y quedará inscrito en la historia de nuestro país. (…) La dictadura ha sido un poder omnímodo y sin límites, que no solo ha operado sin ley ni responsabilidad, sin norma no ya establecida, pero ni aún conocida, sino que no se ha circunscrito a la órbita de lo público, antes bien ha penetrado en el orden privadísimo brutal y soezmente. Colmo de todo ello es que no se ha contentado con mandar a pleno y frenético arbitrio, «sino que aún le ha sobrado holgura de poder para insultar líricamente a personas y cosas colectivas e individuales. No hay punto de la vida española en que la dictadura no haya puesto su innoble mano de sayón. (…) Desde Sagunto, la monarquía no ha hecho más que especular sobre los vicios españoles, y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad. La frase que en los edificios del Estado español se ha repetido más veces es ésta: «¡En España no pasa nada!» La cosa es repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia española de los últimos sesenta años; pero nadie honradamente podrá negar que la frecuencia de esa frase es un hecho. He aquí los motivos por los cuales el régimen ha creído posible también en esta ocasión superlativa responder, no más que decretando esta ficción: Aquí no ha pasado nada. Esta ficción es el Gobierno Berenguer. Pero esta vez se ha equivocado. Se trataba de dar largas. Se contaba con que pocos meses de gobierno emoliente bastarían para hacer olvidar a la amnesia celtíbera de los siete años de dictadura. (…) Este es el error Berenguer de que la historia hablará. Y como es irremediablemente un error, somos nosotros, y no el régimen mismo; nosotros, gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestros conciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia».

Fue la puntilla… y eso lo vio claro el propio Alfonso XIII, pues aquella mañana, tras leer el artículo de Ortega, llamó al conde de Romanones, el más astuto y sibilino de la «casta política» y nada más tenerle delante le dijo: «Álvaro, cuando se fueron Miguelito (se refería a Miguel Maura); «Don Niceto», el floripondio; el traidor Sánchez Guerra y demás ralea (Baroja le copiaría esta expresión años más tarde) te dije que «las ratas huyen del barco», ahora te digo tras leer el artículo del filósofo que ya no son las ratas, ahora es el diluvio universal. La monarquía se puede dar por «jodida» y yo ya puedo ir haciendo las maletas»… Y no se equivocaba el Rey, porque tan solo 5 meses después salía, antes de la puesta de sol, en dirección a Cartagena y de Cartagena al exilio definitivo. Se cumplían así las palabras que él mismo había escrito en su Diario en 1902. «En este año me encargaré de las riendas del estado, acto de suma trascendencia tal como están las cosas, porque de mí depende si ha de quedar en España la monarquía borbónica o la república… Yo puedo ser un rey que se llene de gloria regenerando a la patria, cuyo nombre pase a la Historia como recuerdo imperecedero de su reinado, pero también puedo ser un rey que no gobierne, que sea gobernado por sus ministros y por fin puesto en la frontera». Por su parte, Ortega, con Marañón, Pérez de Ayala y Antonio Machado formalizaban la Agrupación al Servicio de la República.