Se cumplen estos días veinte años del fin de la actividad por la que tradicionalmente se ha conocido a Colecor. Como dice la letra del famoso tango «veinte años no es nada»; sobre todo para los que tuvimos relación con aquello y a través del cariño, como no puede ser de otra manera, su recuerdo sigue vivo en nuestra memoria.

La andadura de Colecor (Cooperativa Lechera de Córdoba) empezó a mediados de los años cuarenta, en concreto en septiembre de 1945. El abastecimiento de productos básicos, sobre todo en las grandes ciudades empezaba a ser un problema que había que resolver. Productos como leche, pan, hortalizas, carne o pescado, necesitaban un ordenamiento para una una eficaz distribución, más teniendo en cuenta la generosidad productiva de este país. Como no sea por razones de fuerza mayor, no se entienden asuntos como las cartillas de racionamiento, el estraperlo o el grado de dificultad para conseguir alimentos de primer orden por aquellas fechas. Quizá el efecto de estos hechos dio lugar a una ley de 1952 a través de la cual se empezaba a socializar un poco este entramado de producción y distribución para el acceso de la población a productos como los anteriormente citados. Lonjas municipales, mataderos, centrales lecheras, puertos pesqueros, etcétera, empezaron a tener un papel fundamental en un nuevo orden que se iba avecinando, no solo aquí en España, sino en toda Europa, después de la década de 1935-45. Por la inercia de la producción de leche en Córdoba, la actividad se fue concentrando en las huertas, muchas de ellas centenarias, y en familias que vinieron del Valle de los Pedroches buscando quizá una mejora de vida que allí no tenían a su alcance.

Poco a poco se fue conformando una estructura de cooperativismo y a través de unos compromisos, obligaciones y derechos que iban contrayendo los socios mediante unos estatutos creados para tal efecto se le dio forma administrativa. A primeros de los años 60 la actividad, que se había ido desarrollando en la Facultad de Veterinaria, pasó a las instalaciones de la carretera de Palma del Río, previa «aprobación» de El Monte de Piedad. De sobra conocidas por los cordobeses siguen todavía en pie. El progreso le hizo un guiño a la industria agropecuaria, en este caso a través de la leche.

Por una ley de 1966 y de obligado cumplimiento para los productores de poblaciones con cierta envergadura, Colecor se hizo cargo de la recepción de la leche que se producía en la zona. También llegaba leche de algunos municipios como por ejemplo de la zona de Los Pedroches de gran producción con el paso del tiempo.

Empezó a llegar maquinaria de fuera, como no podía ser de otra manera, para el tratamiento y aprovechamiento de la leche. Supongo que muchos se acordarán, aparte de la leche, de algunos productos de Colecor, como la nata, la mantequilla o los batidos. Incluso se llegó a tener danones; valga ese argot provinciano tan cariñoso y recurrente que ha ido dándole nombre a muchos productos novedosos. Sin querer queriendo se empezó a conformar una auténtica industria de alimentación que además fijaba un trabajo estable. En la fábrica, como cariñosamente la llamaban los empleados, había turnos de trabajo diarios. La implicación de los trabajadores, muchos familiares de socios, era enorme. Aquello era un trozo de su vida. Se aunaron esfuerzos por parte de los socios lo mismo que por parte de los empleados, dejando a un lado las diferencias personales que pudiera haber. Posiblemente se pusieron algunas piedras de lo que más tarde se empezó a llamar el estado del bienestar. La situación era parecida en aquel momento a la de otras empresas agropecuarias de Córdoba como la Azucarera, la Algodonera, El Águila o Pastas Gallo, de las que todavía queda algo.

En los años siguientes, el acceso a los productos de Colecor llegó a tener un mecanismo aquí en Córdoba que se asemejaba al butano. A través de vehículos para el reparto se facilitaba el abastecimiento a la población, lo mismo que a bares, cafeterías, confiterías, heladerías y otros puntos donde la leche hiciera falta. Incluso se llegó a tener una cierta competencia con Puleva. Ya, más queriendo que sin querer, más por obligación que por necesidad, habíamos entrado en un mundo nuevo impensable muy pocos años antes. La leche acabó de ganarse el respeto y la consideración social. El cariño ya lo tenía ganado… porque la leche cría al niño y le da vida al viejo.

Más tarde se produjo la entrada del país en el Mercado Común (la Comunidad Europea de entonces). Se pintó como un gran logro por los representantes políticos de aquel momento y la verdad es que supuso una enorme transformación en el mecanismo administrativo de los productos del campo, la ganadería y la pesca. Quizá el tiempo acabe de demostrar que, aparte de entrar poco menos que con el sombrero en la mano, tal vez a los que gestionaron la entrada por parte nuestra les sobró cobardía y les faltó dignidad. Como una vergüenza histórica debió acompañarlos durante el proceso. El logro de más valor fue afianzar un sistema político más rico y plural en lugar del sistema tradicional de iluminación personal que nos había acompañado durante cientos de años.

A partir de ese momento se le empieza a complicar la vida a Colecor. El mundo del agro y su producción se había liberalizado de un día para otro y pasaba a estar bajo las directrices de Bruselas. Casi nada. Aquí, que por la Ley de 1952 no habíamos tenido competencia ni siquiera a nivel provincial, se nos quedó cara de confusión en principio. Por otra parte las vaquerías se habían ido quedando obsoletas de cara a una producción más modernizada y estable de modo que, en el momento que la expansión urbana se comenzó a enfocar de otra manera, empezaron a ser un problema por su ubicación. Es verdad que la Comunidad Europea corrió con los gastos del abandono de la actividad en los puntos problemáticos, lo mismo que le dio valor a la producción que iba quedando a través de un sistema de licencias o cupos para producir una determinada cantidad de leche cuya suma total era a todas luces insuficiente para el gasto nacional.

La distribución de la leche también empezó a sufrir cambios sustanciales. Superficies de alimentación más grandes empezaron a implantarse a través de cadenas comerciales. Por inercia fueron desapareciendo muchos pequeños comercios cuya actividad había sido preferentemente la venta de leche , pan y algunos complementos básicos.

Ahora que el consumo global de leche por habitante es muy superior al del 77, por poner una referencia cronológica, ahora que lineales y estanterías de leche y productos lácteos están abarrotadas, ahora que los Mercadona se han convertido en un punto de referencia donde los niños llegan a pensar que la leche o el yogourt los producen unos ‘paquetitos’ que están allí puestos, o que sus padres rinden culto en el templo que les indica su catecismo de alimentación y donde posiblemente más de un abuelo de género masculino ha perdido el pudor y la vergüenza de hacer la compra doméstica. Si echamos a rodar la imaginación, ahora es cuando quizá se pueda detectar el principal fallo de Colecor.

Pocos valoramos la importancia de lo que es una máquina y precisamente la teníamos en casa. Es el caso del tomate y la lata. Quien sabe si se hubiesen ido tejiendo alianzas comerciales con zonas de producción más específicas, por encima de conductas ideológicas o mercantilistas, todavía estaría funcionando nuestra máquina. Es verdad que todo fue algo precipitado en el tiempo, que después de muchos otros tiempos perdidos, el reloj corría en contra sobre todo para la fijación y competitividad de cargos de gestión y dirección. Para que esto se produzca posiblemente hagan falta generaciones que vayan en la misma dirección. Para colmo, en el subconsciente de muchos operarios de Colecor se empezó a instalar una idea, después confirmada desde arriba: España va bien… estamos empezando a ser todos ricos. El tiempo ha ido poniendo las cosas en el sitio donde, en muchas ocasiones, merecemos.

Hay que valorar también de Colecor si el funcionamiento como cooperativa societaria limitada fue acertado, si faltó cintura para adaptarse a otros tipos de funcionamiento menos provincianos y más actualizados, si era necesaria la imagen de que aquello tuviera un dueño, no sé. Lo cierto es que es que Colecor se cerró sóla, ninguna administración, ningún juzgado intervinieron para su cierre. Al revés, no faltaron gentilezas por su parte, más después de levantar una suspensión de pagos. ¡Ahí es nada¡ Problemas de este tipo puede que tengan solución desde la perspectiva humanista, desde otra no. Me gustaría saber qué está por encima, si Córdoba o los cordobeses. Hasta qué punto puede repercutir esa pasmosa tranquilidad, ese fatalismo senequista o ese vacío que les hace preguntar a mucha gente de aquí ni más ni menos que lo que está viendo. Tengo que decir, para su consuelo, que aún así en lo referente al intelecto posiblemente estemos por encima de mucha gente de otros lugares de este país.

Puede que lo aquí expuesto no lo asimilen ciertas personas, o no les guste, o tengan discrepancias. Mis disculpas si aprecian alguna ofensa y mi invitación a un diálogo por supuesto constructivo. Quizá sea errónea esa tendencia a personalizar los fallos en los demás.