Casi todos hemos escuchado hablar de Rodrigo Díaz de Vivar, el héroe cuyas hazañas inspiraron el primer poema épico en castellano de la historia. Más conocido como el Cid Campeador, en la Edad Media consiguió dominar el Levante de la península ibérica al frente de su propio ejército. Pero, ¿sabía que este caballero comenzó a forjar su leyenda en la provincia de Córdoba? ¿Conocía que logró su primera gran victoria en un paraje perteneciente al término municipal de Monturque?

Empezaremos por situarnos. A finales del siglo XI, el Califato de Córdoba se encontraba dividido en multitud de taifas que no paraban de guerrear entre sí, y que se acabaron agrupando en dos grandes reinos: el de Sevilla, que se extendía por el valle del Guadalquivir, y el de Granada, que abarcaba toda la zona oriental. Este enfrentamiento continuo debilitaba a ambos, en favor de los reinos cristianos que empujaban con fuerza desde el norte. Llegaron al extremo de convertirse en sus vasallos: los gobernadores musulmanes aceptaron pagar un tributo a los cristianos para no ser invadidos.

Como recoge el cronista oficial de Monturque, Francisco Luque Jiménez, en un artículo publicado hace algunos años en la revista de feria local, en 1079 el monarca castellano-leonés Alfonso VI envió una embajada a la taifa de Sevilla para cobrar dicho impuesto. Al frente puso a su fiel vasallo Rodrigo Díaz de Vivar. Pero su visita se produjo en un momento en el que el reino granadino estaba atacando al sevillano, y como éste era tributario de su rey, el Campeador asumió que debía defenderlo. Él y sus hombres partieron desde Cabra, y en un paraje situado a unos ochocientos metros al noroeste del actual casco urbano monturqueño se midieron a los invasores. La batalla fue larga, cruenta, y finalmente se decantó del lado castellano. Rodrigo hizo prisioneros a los líderes del ejército enemigo durante tres días, y a uno de ellos le recortó la barba en público, lo que entonces se consideraba una terrible humillación.

El recuerdo de esta gran victoria no sería lo único positivo que el de Vivar se llevaría de nuestra ciudad, puesto que a su regreso a Castilla y León portaría una nueva espada, forjada en las herrerías de Córdoba: la legendaria Tizona, que a partir ese momento le acompañaría en las principales batallas.

A Rodrigo Díaz lo admiraban tanto sus aliados como sus enemigos. Todos menos su rey, Alfonso VI, quien quizás movido por los celos le acusó de haberse apropiado de parte del tributo recién cobrado al gobernador sevillano. Con esa excusa lo envió al destierro, empujándole a convertirse en un mercenario. Durante los años siguientes luchó para el mejor postor, matando tantos árabes como cristianos. Participó en casi todas las contiendas importantes de su época, saliendo siempre victorioso, y reunió su propio ejército de mercenarios.

En 1093, los almorávides ejecutaron al rey de Valencia, uno de sus protegidos, y hecho una furia puso rumbo al Levante peninsular. Un año después de sitiar la ciudad se hizo con su control, ajustició a los asesinos de su tributario y se convirtió en el nuevo rey de la taifa valenciana -una situación extraordinaria para un guerrero independiente de la autoridad de los reyes-. Pero a los seis años falleció, y al conocer la noticia, el ejército almorávide se propuso recuperar Valencia. Desorientados sin su líder, los hombres del Cid cedieron ante la presión de las huestes musulmanas, muy superiores en número. Y cuando todo parecía perdido, cuenta la leyenda que su mujer montó el cadáver sobre su caballo, y lo colocó a las puertas de la ciudad. Aún muerto, su sola presencia provocó el caos en el campo de batalla y la confusión entre las filas enemigas, que terminaron en desbandada.

De todos los episodios heroicos que componen su biografía, la victoria lograda en el actual Monturque se convirtió en uno de los más cantados por los juglares en la Edad Media. El paraje donde se libró la contienda pasó a ser conocido como La Piedra del Cid, y aunque conocemos su emplazamiento, lamentablemente hoy ya no podemos disfrutarlo: la construcción de la Autovía de Málaga A-45 sepultó la última impronta arqueológica del Campeador en Córdoba.

Pero, aunque no queden huellas físicas, no debemos olvidar que la literatura y la tradición oral permanecerán. Y mientras quede algún abuelo leyendo este artículo a su nieto, la leyenda sobrevivirá. De nosotros depende que la llama de nuestras leyendas arda para siempre.

(*) El autor es escritor y director de ‘Córdoba Misteriosa’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net