A principios del siglo XVI se alzaba en el margen derecho del Guadalquivir un imponente castillo de torres almenadas. El ancho foso que lo rodeaba y los cien soldados dispuestos a entregar su vida por defender a su señor lo convertían en una fortaleza inexpugnable. Su dueño, don Lope de los Ríos -no confundir con don Lope Gutiérrez de los Ríos, canónigo cordobés que posee una calle en Santa Rosa con su nombre-, era un poderoso señor feudal tan admirado por sus vasallos como temido por sus adversarios. Afligido por su falta de descendencia, a los sesenta y cinco años contrajo matrimonio con la hermosa hija de un hidalgo, a fin de evitar que su apellido se extinguiera con él. Doña Blanca, que así se llamaba la muchacha, tenía la tez pálida, los ojos azules y era casi medio siglo más joven que el ilustre caballero.

Una noche un misterioso encapuchado dejó un pergamino a los guardias del castillo, sin revelar su remitente. El manuscrito fue entregado a doña Blanca cuando se encontraba en el comedor junto a su marido. Al desenrollarlo y leer su contenido la mujer abrió los ojos en exceso, y para sorpresa de su esposo, rápidamente se retiró a sus aposentos visiblemente emocionada sin dar ninguna explicación. Asombrado por tal comportamiento don Lope pasó la noche en vela, angustiado por la sospecha de que su señora le podía estar ocultando algo. A la mañana siguiente se dirigió a la alcoba de doña Blanca para pedirle explicaciones, pero ella no se encontraba allí. La puerta estaba entreabierta, así que se adentró en la habitación y comenzó a rebuscar. No pasó mucho tiempo hasta que halló sobre una silla la misiva que alimentaba su recelo, en la que se podía leer: «Cuando el sol apunte en el horizonte te aguardo en la cañada. Siempre tuyo, Juan».

Ante ese mensaje que explicaba la ausencia de su mujer el noble montó su caballo atropelladamente y, ciego de ira, se dirigió a toda prisa al lugar donde se preparó el encuentro. Allí se hallaba ya doña Blanca con don Juan, su tierno amigo de infancia. Tras criarse juntos en el barrio de San Lorenzo, el chico había partido a las Américas para hacer fortuna algunos años atrás, y ella pensó que nunca volvería a verlo con vida. Por eso le causó tanta emoción la noticia de su regreso. Sin embargo, doña Blanca pronto le aclaró que tras su marcha, ella cedió a las pretensiones de su padre para enlazarse con el poderoso señor de los Ríos, y que por más que le pesara, siempre sería fiel a su marido. Don Lope, que mientras se despedían comenzó a divisarlos en la distancia, frenó a su corcel y dio un rodeo para que no advirtieran su llegada. Doña Blanca regresó al castillo, dispuesta a contárselo todo a su esposo, pero cuando don Juan se giró para montar de nuevo su caballo se encontró con una fría hoja de acero acariciando su cuello. Antes de que el joven tuviera tiempo de pronunciar alguna explicación, don Lope ya le había hundido su espada en el pecho.

De vuelta en sus dominios el señor de los Ríos mandó que avisaran a su esposa de que la esperaba en el comedor. Mientras llegaba llenó dos copas de vino, dejando caer en una de ellas un pomo de manzanillo. Cuando doña Blanca entró en la estancia su marido le ofreció el vaso con la mejor de sus sonrisas, y haciendo gala de una exagerada amabilidad, la invitó a brindar por su futura descendencia común. Ella, mientras apuraba su vino, comenzó a compartir con el noble todo lo que había ocurrido en las últimas horas: que un antiguo amigo al que consideraba un hermano había regresado del Nuevo Mundo, y que hasta entonces no había visto el momento de confesárselo por miedo a que malinterpretara la situación. Un escalofrío trepó por la espalda de don Lope, que de inmediato abrazó a su esposa. Pero era demasiado tarde. La cabeza de la joven se dobló repentinamente hacia un lado y su cuerpo laxo se deslizó entre los brazos del noble. El vaso con los restos del veneno estalló en mil pedazos al impactar contra el suelo.

Al asimilar la monstruosidad que acababa de perpetrar don Lope comenzó a emitir terribles alaridos. Agarró unos leños candentes de la chimenea y, como alguien que hubiese perdido la razón, los arrojó con furia sobre las cortinas. El fuego pronto ascendió por éstas y alcanzó los tapices de la pared. De ahí pasó a los muebles y, en pocos minutos, el castillo entero se convirtió en una inmensa hoguera. Arrinconado por altas lenguas de fuego el humo lo acabó asfixiando, y su cuerpo se derrumbó inerte junto al de doña Blanca. Así, uno junto al otro, los cadáveres del asesino y su víctima quedaron carbonizados. No sabemos cuánto de verdad existirá en esta tradición recogida por el poeta Marcos Rafael Blanco Belmonte en el almanaque del obispado de Córdoba de 1891, pero como todas las leyendas, probablemente posea mucho de hipérobole y algo de inquietante realidad histórica.

(*) El autor es escritor y director de ‘Rutas Misteriosas’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net