En el siglo XVI vivía en el barrio de San Andrés un acaudalado caballero perteneciente al poderoso linaje de los Fernández de Córdoba. Don Luis, casado con una señora de alta alcurnia y con gran influencia en los asuntos de la ciudad, estaba acostumbrado a convertir todos sus deseos en realidad. Sin embargo, esta vez era distinto. Su último capricho era más complicado que los anteriores. En esta ocasión, el noble había fijado sus ojos en una delicada y bella novicia recién llegada al convento de las Dueñas, a sabiendas de que seducir a una miembro de una congregación religiosa tan estricta como la benedictina sería tarea harto complicada. Pero la dificultad del reto suponía una motivación extraordinaria y, además, él contaba con la llave capaz de abrir todas las puertas. Generosas donaciones le permitieron ganarse la complicidad de ocho monjas, que cada noche cubrían a la novicia para que pudiera colarse en la sacristía sin ser vista, a través de un hueco habitualmente utilizado para pasar al presbiterio los objetos litúrgicos.

Pero en una comunidad tan pequeña es difícil ocultar un secreto así por mucho tiempo, y a las pocas semanas, varias hermanas que no formaban parte de la trama comenzaron a sospechar. Así que las implicadas tuvieron que idear un nuevo método, consistente en atar varias sábanas y permitir a la amante del Fernández de Córdoba descender con ellas por la ventana. Una vez terminado el encuentro en una casa cercana al huerto del convento, la joven avisaba a sus hermanas, que volvían a desplegar las sábanas anudadas y la ayudaban a escalar sin levantar suspicacias. Durante estas citas don Luis siempre prometía a su concubina que pronto se desharía de su mujer para casarse con ella, y le pedía que aguantase un poco más. Pero pasaron siete años y el noble no cumplió su palabra. Para colmo, la monja quedó embarazada, lo que imposibilitó seguir manteniendo el secreto. La joven fue expulsada del convento y tuvo que regresar a casa de sus padres, debiendo someterse al escarnio del barrio. Para colmo, la abadesa de las Dueñas, desconfiando de las autoridades locales, elevó el asunto al rey, y Felipe II envió un juez para investigar lo ocurrido. La familia Fernández de Córdoba extendió una vez más sus tentáculos para salvaguardar el honor de uno de los suyos, haciendo inútiles los esfuerzos de un emisario real que no consiguió ni un solo testimonio contra don Luis. Así pues, el asunto quedó oficialmente desmentido, y el noble salió indemne después de destrozarle la vida a esa bella joven que un día estuvo prometida con Cristo.

Por aquellos tiempos era costumbre que cada viernes los jóvenes más osados de la aristocracia se dieran cita en el Campo de la Merced para torear unas cuantas reses en lo que hoy son los Jardines de Colón. Este evento congregaba semanalmente a todo el género masculino de la nobleza cordobesa, que después de la capea solía abarrotar las tabernas cercanas. Una de esas tardes don Luis se encontraba en el portal de una casa disfrutando de la fiesta, cuando de repente una turba de gente se abalanzó sobre él. Un toro había saltado la valla y el público salió corriendo en todas direcciones. La muchedumbre que trató de escapar por donde se encontraba el protagonista del relato lo tiró de espaldas en un intento desesperado por huir de la res desbocada y, dejándose guiar por su instinto de supervivencia, más de medio centenar de personas pisotearon al noble mientras estaba en el suelo. La muerte de don Luis Fernández de Córdoba tuvo mucho eco en toda la ciudad. Los cordobeses sabían que había abusado del asilo religioso de las Dueñas, y no fueron pocos los que aquella noche se acostaron pensando que la justicia del Cielo había suplido la falta de castigo de la legislación de los hombres.

No es la primera vez que hablamos en esta sección del desaparecido convento de Santa María de las Dueñas, que en el pasado llegó a ser el más grande y hermoso de nuestra ciudad. Fundado en 1370, perteneció a la orden de San Benito y San Bernardo. Cuando sus monjas fueron exclaustradas en 1868, parte del templo se derribó, abriéndose entonces la plaza de las Dueñas, hoy del Cardenal Toledo. Algunas de sus dependencias fueron utilizadas como cuartel general de la Guardia Civil hasta su demolición total en 1884. En un principio se pretendía plantar en el solar un jardín, pero las necesidades del barrio llevaron a convertirlo en una plaza para el esparcimiento de los vecinos. Fue urbanizada en 1895, y la fuente que ocupa su centro se encuentra ahí desde 1945.

(*) El autor es escritor y director de ‘Rutas Misteriosas’. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net