A las 8:30 me levanto con un poco de dolor de cabeza tras el vino de anoche. Le doy de comer a Sauce, preparo las alforjas, café, tostadas de mermelada y, venga, me decido. En el ascensor, pienso en la ruta hasta Málaga, tres días, ya la postergué una vez, no puedo hacerlo de nuevo, luego me arrepiento. Venga, que tú no eres vago. Cuatro plantas entre casa y el sótano. En el ascensor no cabe nadie, con la tienda, el saco, el equipaje... Enciendo la luz del trastero, lo noto al instante. Bici pinchada. No tengo recambios y es festivo. Me siento estúpido con las alforjas preparadas y sin bici. Hace unas horas tenía dudas del viaje, pero ahora es lo que más me apetece hacer. Lo imposible alimenta.

Me quedo estático, esperando que algo o alguien me ilumine. De repente, pienso en la Carraca.

¿La Carraca?

Esa bicicleta blanca que llevas años sin engrasar, cuyo manillar está cubierto por una cinta de esparadrapo negra, con las cubiertas agrietadas y completamente gastadas, el plato grande roto, el chico igual, los piñones chillan con cada cambio. Ni siquiera sé si aguantará todo el peso de las alforjas y la tienda.

La Carraca nació hace seis años, en su día subió el Tourmalet por las dos caras y algunas cimas míticas del Tour de Francia, pero hoy solo sabe pasear por el carril bici de Córdoba. ¿Es planteable exigirle ir a Málaga?

A las 10:36 salgo de casa.

Sufro.

Sufro cuando camino de Castro del Río el asfalto desaparece, sufro con cada chino que toca mi rueda, sufro cuando al tercer día empieza a diluviar, cuando pienso en el puerto de montaña que tengo que bajar para llegar a Málaga, sufro con cada derrape, con cada curva, me maldigo por la estupidez de haber cogido esta bici para un viaje de tres días, sufro cada vez que he de pararme porque el viento me tira, sufro porque no voy a llegar a tiempo de coger un autobús de vuelta, sufro por inconsciente, sufro hasta que sale el sol.

El sol ha salido a tiempo.